Tras leer el artículo de César Rendueles “Brad Pitt contra la democracia” publicado ayer 24/09/2013 en eldiario.es y todos los comentarios que generó tanto a pie de página como en facebook, le tomo la casa a Ferlosio para poder tirar del hilo en un espacio apropiado.
Comparto la afirmación de César Rendueles sobre la locura de la democracia en tanto “apuesta radical por la igualdad”. Que todos, absolutamente todos, incluso los filósofos, tengamos el mismo derecho a intervenir en la vida pública, es, sí, una locura. Pero dudo que el resultado de una democracia directa y total fuera peor que el actual estado de cosas en el mundo. Por eso desconfiaría de cualquiera que intentara materializar la República de Platón tal cual en el siglo XXI.
Ni el propio Platón la escribió con tal fin: la República no es tanto una propuesta que pretenda ser realizada, cuanto un análisis de las causas que provocan la enfermedad del Estado, que no son otras que la codicia y la avaricia, como se señala tanto al comienzo de esa indagación, en el libro II, como a lo largo del libro VIII, cuando se enumeran las variedades del hombre y del estado enfermos. Y dado que “el afán ilimitado de posesión de riquezas” (373d) trae consigo la guerra, trae, también, la necesidad de un ejército “que pueda marchar el defensa de toda la riqueza propia” (374a). Otra causa que se señala como orien de la corrupción es, atención, la pobreza, como se recoge en el libro IV (421d – 422a).
A cada filósofo le preocupa un problema y conocerlo es la clave para comprender su obra: los presocráticos contemplaban la naturaleza y buscaban un principio que diera razón física y flosófica de todo lo existente, los atomistas intentaban explicar el movimiento y el paso de lo uno a lo múltiple, Popper quería combatir el totalitarismo y ofrecer una alternativa a la guerra y la violencia… En este sentido, el problema que preocupó a Platón fue la injusticia: que existiera la posibilidad de que un hombre pudiera ser acusado falsamente y condenado a muerte, como le ocurrió a Sócrates. Sócrates, el más justo y el más sabio, si hacemos caso del oráculo, pero también el más pesado de toda la democracia ateniense. Al menos así lo retrata Platón en Apología, 30e, donde lo describe como un “tábano” para sus conciudadanos. Sin embargo, a pesar de lo cargante que podía llegar a ser y del poco dinero que ganaba para mantener a su esposa Jantipa y a sus hijos, Sócrates nunca cometió ninguna injusticia, siempre cumplió con sus deberes como ciudadano de Atenas y siempre acató sus leyes, incluso cuando ello implicó su muerte.
Tanto en la República como en otros diálogos Platón busca y analiza varias definciones de la justicia, ofrecidas no sólo por filósofos, sino también por legisladores, sofistas y poetas, coetáneos y anteriores; indaga cuáles son las causas y consecuencias de la injusticia y se pregunta de qué manera podría el hombre vivir, no sólo en sociedad, es decir, como ciudadano, sino en el universo, esto es, cómo articular nuestra condición de fugaz microcosmos en el gran macrocosmos. Así lo leemos en el Timeo, que es “la continuación de la historia de la República” (Ti., 19b), por eso es interesante leerlo al terminar esta, no sólo por lo que le añade, sino por las diferencias que el propio Platón introduce en su propuesta inicial tras el período de autocrítica que separa ambos diálogos y que ha quedado reflejado en el Parménides, el Teeteto, el Sofista y el Político.
La propuesta de Platón ante el problema de la injusticia y la corrupción que experimenta todo hombre o grupo que detenta el poder, no es tanto el gobierno del filósofo-rey cuanto la formación del gobernante y su supeditación a la ley; no en vano la última obra que escribió en su vida, y también la mas extensa, fue las Leyes.
En nuestras democracias (al menos nominales) del XXI tenemos varias opciones, dos de las cuales son: 1) seguir insistiendo en que en la Atenas de Platón no todos los hombres eran ciudadanos y no todos los ciudadanos podían acceder a una educación, como hace la lectura revisionista de Popper, o 2) aprovechar toda reflexión previa sobre problemas actuales como la corrupción, la injusticia y las dificultades que entraña la vida en común, y colaborar según nuestras posibilidades, unos como padres, otros como profesores, otros como legisladores, otros como matemáticos, otros como cómicos, etc., en la tarea de conseguir ampliar el acceso a la educación, no para ser más listos -pues, como escribe Aristóteles en su ética, no estudiamos para saber qué es la virtud, sino para ser mejores-, sino para que las decisiones que tomemos cada vez que ejerzamos nuestro derecho a participar por igual en la vida pública sean lo menos dañinas posibles para el bien común.
Para que podamos distinguir, como hace Platón en el libro II de la República, que hay dos formas de concebir la justicia: justicia como bien individual y justicia como bien del Estado. La primera es la que nos lleva a comportarnos como Giges cuando, gracias al poder del anillo, se vuelve invisible y entra en casa ajena, mata al hombre, se acuesta con la mujer y se apodera de todo lo que se le antoja (Rep. 360c).
Que quien gobierne sea filósofo es algo que incluso a Platón, tras sus fracasos en Sicilia a la hora de poner en práctica dicha ocurrencia, le acabó pareciendo tan imposible como poco deseable. Sin embargo, no abandonó del todo la idea de que este, tras haber estudiado aritmética, geometría, astronomía, estereonomía y música, y tras haber alcanzado una edad que propicie placeres racionales como el diálogo y el manejo de las pasiones más arrebatadoras, colabore en la elaboración de la legislación.
Que gobiernen los filósofos no quiere decir que sólo puedan gobernar los ricos, los únicos que se pueden permitir filosofar mientras sus esclavos trabajan. Carlos Fernández Liria lo ha explicado perfectamente: que gobiernen los filósofos quiere decir que gobierne “el interés desinteresado de la razón”.
¿Quién debe gobernar entonces? ¿Uno, unos pocos, los mejores, los más fuertes, los más ricos, los militares, los varones, todos, las leyes…? Hay tantas propuestas como opiniones, pero frente a la temporalidad de la opinión y las separaciones abisales que provoca, hay, como diría Badiou, verdades atemporales que pueden soldar los mundos: “el mayor de los castigos es ser gobernado por alguien peor, cuando uno no se presta a gobernar” (Rep., 347c).
“Platón y la Academia” es una de las asignaturas que imparto en la universidad donde trabajo. No es un curso de filósofos, sino de estudiantes de derecho, economía, ingeniería, arte dramático, ciencias sociales, telecomunicaciones… De todo lo que hemos hablado en el mes que llevamos estudiando a Platón juntos, me quedo con tres de sus impresiones y reflexiones:
- “El Platón que leemos es distinto del Platón del que nos habían hablado”, no sólo por los contenidos, sino por la forma literaria y los juegos que hay en y entre los diálogos.
- “Si hoy en día nuestro lugar en la sociedad dependiera de cómo es nuestra alma, muchos más optarían por desarrollar un alma racional”, la formulación más concisa tanto del platonismo como del porqué de su fracaso (y el nuestro).
- “A Platón y a cualquier propuesta política hay que añadirle mucho amor”.
Henar Lanza, leer a Platón, 26/09/2013
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