En la escuela de pueblo donde yo aprendí a leer y a escribir y a hacer las cuatro reglas, allá por 1954, solo había un libro, que era propiedad del maestro. El maestro nos lo ponía abierto sobre el pupitre, para preservarlo de nuestras manos pecadoras, y nosotros íbamos leyendo en él, en voz alta y clara, y nunca pasábamos a otra frase hasta que la anterior había quedado bien dicha, bien entonada y perfectamente comprendida. Las palabras que no entendíamos las apuntábamos, con su definición, en nuestro cuaderno, en una sección que se llamaba “Mi vocabulario”. Luego hacíamos un dictado y el análisis morfológico y sintáctico de una frase. Esto es un sustantivo, esto un adjetivo, esto un verbo, este es el sujeto, estos los complementos, íbamos escribiendo en la sección correspondiente de nuestro cuaderno. Todo era allí diáfano y elemental. La mayoría de aquellos escolares, como había ocurrido también con nuestros mayores, no pasaron de esa instrucción primaria, pero aprendieron muy bien y para siempre a leer, a escribir, además de unas nociones sólidas de aritmética. Entonces, solo los hijos de gente acomodada podían seguir estudiando más allá de la escuela. La educación, durante muchos años, fue un privilegio, no un derecho. En cuanto al método didáctico, era muy sencillo: el maestro enseñaba y tú trabajabas y aprendías. Las cosas se lograban con esfuerzo, disciplina y paciencia. Esa era toda su vieja y pobre pedagogía.
Treinta años después yo era profesor en un instituto de enseñanza media de Madrid. Enseño lengua en COU. Estos jóvenes no han hecho otra cosa en su vida de estudiantes que aprender lengua. Algunos, o todos ellos, sufrieron de niños la gramática generativa y la teoría de los conjuntos. Entonces la pedagogía estaba muy de moda, queríamos ser más modernos que nadie, y a los mandamases educativos de este país (que tan servil y papanatas ha sido siempre con las modas), o más bien a su caterva de asesores, no se les ocurrió otra cosa que imponer en las escuelas aquella extravagancia aberrante y ridícula. Los niños aprendían a hacer árboles sintácticos con las frases y otras lindezas semejantes con los números, pero ni aprendieron a escribir y a leer como Dios manda ni a dominar bien el cálculo y las cuatro reglas. Ahora, en COU, yo sigo enseñándoles lengua, mucha lengua, con mucho aparato terminológico, pero bastantes de mis jóvenes alumnos leen titubeando y sin entender a la primera lo que leen, su bagaje léxico es exiguo, un hipérbaton o una oración subordinada les es ya un laberinto, quieren explicar algo y no les alcanzan las palabras. Éramos entonces tan ricos y modernos que los Reyes Magos les trajeron a los escolares recién nacidos los dones preciosos y sofisticados de la fonología, la morfología y la sintaxis, en vez de juguetes más eficaces y sencillos. No, no, aquí todo se hacía por lo grande. Fue en esos años, durante la dorada Transición, cuando tuvimos nuestra mejor oportunidad histórica –que no volverá a repetirse– de convertirnos de una vez por todas en un país culto, ilustrado, moderno de verdad. Pero a nuestros políticos en general la educación les ha importado siempre un bledo, y tampoco nuestra sociedad ha amado gran cosa la escuela y el conocimiento, sino que más bien se ha dicho: “Bah, que los políticos se ocupen de esas cosas”, y ha mirado a otra parte. De modo que ahora uno se pregunta, y no acaba de encontrar respuesta, en qué momento de aquellos años empezó a joderse una vez más la educación en España.
2010. Me he jubilado hace dos años y acabo de leer
La Celestina por primera vez. Me he quedado asombrado. Es un libro magnífico, que te llega al corazón y te rebosa de belleza y de sabiduría. ¡Qué maravilla! ¿Cómo es posible, me pregunto, que no haya leído este libro hasta ahora? Sí, es cierto que lo leí cuando estudiaba Filología, pero en realidad lo que hice fue manipularlo como texto, interpretarlo para que sus piezas encajaran en algún sistema previo, y saquearlo en definitiva para obtener de él algún botín conceptual, con vistas a elaborar algún trabajo o a aprobar un examen, quizá bajo la férula del estructuralismo, corriente intelectual de gran envergadura, pero que, salvo alguna excepción, llegó a España convertida y abaratada en moda y, cómo no, en oscura palabrería. Porque en este país, si alguna virtud hay incombustible al tiempo, y que ha contaminado también la educación, es la facundia, la charlatanería, la ignorancia versada en adjetivos, el cerrar las frases con bombo y platillo, el saber de todo y el no dudar jamás en el discurso. Y luego, durante muchos años, volví a leer
La Celestina, total o parcialmente, pero no para mí, para mi gusto y mi provecho, sino para explicársela a mis alumnos. Y ahora, camino ya de la senectud, abro
La Celestina y de pronto me encuentro desbordado por la pasión y el deslumbramiento del lector primerizo.
¡Santo Dios!, me digo, ¿no les ocurrirá un día lo mismo a mis alumnos? Y es que enseñar es cansado. La rutina produce una devastación brutal en el espíritu. ¿Y cómo callarse siendo uno profesor? También, al jubilarme, he descubierto el silencio verbal. El maravilloso silencio que queda después de 32 años de hablar y hablar todos los días, fingiendo a veces la pasión, como los actores, con las repeticiones inevitables, y con los inevitables excesos oratorios que conlleva esta bendita profesión.
Hay problemas que son insolubles, y estamos condenados a convivir con ellos hasta el fin de los tiempos. Quizá uno de ellos, y acaso el más grave, sea el de la educación. Y es que, sencillamente, España es “ansí”.
Luis Landero,
Aprender lengua lleva toda una vida, El País semanal, 17/11/2013