En 1946, ante lo que ya se vislumbraba como uno de los más grandes desastres antropológicos conocidos (las dos guerras mundiales y los totalitarismos, cuyo potencial mortífero amplificó la técnica hasta límites inéditos), Jean Baufret formuló una célebre pregunta a
Heidegger: “¿Es posible volver a dar sentido a la palabra humanismo?”. La cuestión parecía ya entonces dudosa, cuando no ridícula o mojigata, porque el término estaba cargado de sospechas, de culpa y de vergüenza: en su versión de “humanismo cristiano”, había servido de coartada a las peores fechorías históricas, y en los sucesos recientes ni siquiera había desempeñado el papel de un decoroso freno moral; el “humanismo marxista”, con su jovial retórica del hombre nuevo, se reveló pronto como la máscara siniestra del Gulag; y el “humanismo ateo” promovido por
Sartre —en cuya onda expansiva se apoyaba la pregunta de Baufret— apenas podía disimular su pertenencia al linaje de todos los “ismos” de principios del siglo XX que, como vanguardias simultáneamente estéticas y políticas, a veces habían orquestado, otras justificado y algunas ejecutado en el terreno práctico el programa “nietzscheano” de superación del hombre. Se dibujaba así el horizonte de un futuro poshumano que, en unos pocos años, se vería ratificado en el terreno teórico por el certificado de defunción del hombre extendido por la epistemología (
Foucault), las ciencias humanas (
Lévi-Strauss) y la nueva izquierda partidaria del antihumanismo metodológico (
Althusser), todos ellos herederos de la respuesta de
Heidegger a la pregunta en cuestión (o al menos de su interpretación más extendida).
Hoy, cuando medimos la distancia recorrida desde aquellos días, hemos de reconocer que la profecía del fin de lo humano casi se ha realizado, pero no de una manera completa, ni limpia, ni exenta de ambigüedad. Las sucesivas revoluciones tecnológicas —designadas en los
Manifiestos de
Marx y
Engels y de
Marinetti como los instrumentos de superación del hombre moderno (el burgués y el proletario)—, aplicadas primero a la industria, después a la política y finalmente a la sociedad, han sustituido el viejo Leviatán por un nuevo Frankenstein que, con su cuerpo remendado de miembros destartalados y tornillos oxidados, camina como un anacrónico gigante lento y pesado, dando tumbos por un mundo global miniaturizado y diseñado para la velocidad y la ligereza, como
Ortega aseguraba que hacían los alcoholizados visigodos cuando llegaron a España. Y a este lado de la pantalla de cristal líquido sigue quedando un resto de residuos sólidos humanos que nadie sabe cómo reciclar ni cómo desechar y cuya acumulación eleva de forma muy preocupante la prima de riesgo del planeta. Envejece, enferma, necesita aprender, llora, escribe poemas, insiste en vincularse con sus semejantes fuera de las (sarcásticamente llamadas) “redes sociales”, ríe, a veces incluso filosofa (sin darse por enterado de que los países que van a la cabeza en materia educativa han retirado de sus programas esta actividad por encontrarla ineficaz, poco lucrativa y, en definitiva, privatizable); muchas veces malvive en unas condiciones de precariedad cada vez más corrientes, se deja la piel o la dignidad para atravesar alguna frontera, huyendo de la miseria que siempre le pisa los talones, y acaba fatalmente por morir, esa manera tan irresponsable de desaparecer que no es susceptible de aprovechamiento ulterior y que deja un incómodo rastro de amores y odios, una huella moral de recuerdos y de singularidad, y a veces hasta de hijos concebidos sin previa consulta a los expertos en demografía y recursos humanos. Su sufrimiento y su felicidad, su imaginación y su memoria son un problema que la técnica no puede resolver y resultan cada vez más difíciles de escuchar, de ver y de pensar, porque representan, como decía
G. Anders, una escandalosa obsolescencia.
Parafraseando a
Adorno, podríamos decir que el hombre, que antaño fue declarado caduco y sobrepasado por el progreso histórico y la selección natural, ha sobrevivido a su condena a muerte precisamente porque dejó pasar el momento de su superación. Pero lo ha hecho con la condición de una nueva pobreza que, como se ha dicho, ha caído sobre sus espaldas a la vez que el monumental desarrollo de la técnica. Alguien podría preguntar hoy de nuevo: “¿Es posible volver a dar sentido a la palabra humanismo?”, y otra vez sería una pregunta inactual y equívoca, especialmente si la hacemos al día siguiente de una “catástrofe humanitaria” de esas ante las que el papa Francisco se rasga las vestiduras en los salones del Vaticano (nótese que llamamos “crisis humanitarias” a lo que en realidad son “crisis animalitarias”, es decir, a situaciones en las que una población no reclama nada particularmente “humano”, sino agua potable, comida y atención sanitaria: exactamente lo que concederíamos a las bestias, si son de carga o de labor y de nuestra propiedad). El improbable “humanismo” que ahora tendría que hacerse cargo de esa condición no se atreve ni a decir su nombre, porque tendría que ser mucho más humilde y menos ampuloso que el del siglo pasado, como una extraña suerte de “infra-humanismo”. Primero, porque correspondería a una humanidad que subsiste —ya sea en mitad del lujo y la opulencia o en la extrema indigencia— en un estadio aún infrahumano. Segundo, porque ya no podría ser una exaltación del hombre o de lo humano para enaltecerlo o endiosarlo aún más, sino antes bien para hacer notar su pequeñez, su brevedad, su fragilidad y aquellos aspectos más inhumanos que se esconden en su humanidad, y que son seguramente los más interesantes, menos pegajosos y menos conocidos. Algo enteramente coherente con un tiempo en el cual las tumbas de las también difuntas “humanidades”, enterradas en los cementerios universitarios, han sido profanadas por ladrones de cadáveres que las descoyuntan para recomponer con ellas el zombi experimental (“lo llaman hombre y no lo es”) con el que se divierten los posgraduados de las escuelas de negocios. Nos hemos vuelto pobres, sí. Humildes. No esperamos ya un superhombre. Ni un hombre nuevo (al revés, desesperamos de quienes nos prometen este tipo de juguetes). Solo esperamos, discreta e intempestivamente, al hombre, ese nuevo fantasma que recorre un mundo que supera de largo todas sus capacidades naturales y que no tiene lugar definido para albergarlo. Pero aun algo tan modesto resulta ser una esperanza desmesurada e inconfesable, probablemente más de lo que podemos permitirnos con nuestra ridícula tasa de crecimiento. No lo digamos muy alto, pues en este tiempo hasta los infrahumanistas podrían ser acusados de antipatriotas. Guárdenme el secreto.
José Luis Pardo,
(No) vuelve el hombre, Babelia. El País, 07/12/2013