El 5 de julio de 1884 el Mignonette, un pequeño carguero inglés, fue sorprendido por una tormenta. El barco fue empujado a mar abierto. Aproximadamente a 1.600 millas del cabo de Buena Esperanza, zozobró y se hundió. La tripulación estaba formada por cuatro personas: el capitán, dos fornidos marineros y un delgado grumete de 17 años. Lograron salvarse en un bote auxiliar. Cuando el mar se calmó, comprobaron las provisiones con que contaban. Aquello no tenía buena pinta: solo había dos latas de nabos. Sobrevivieron tres días con ellas. Al cuarto día pescaron una tortuga y comieron de ella hasta el duodécimo día. No tenían agua, de vez en cuando lograban recoger únicamente unas gotas de lluvia con sus chaquetas. El decimoctavo día tras la tormenta, cuando ya llevaban siete sin comer y cinco sin beber, el capitán propuso matar a uno de ellos para salvar a los demás. Tres días más tarde el capitán tuvo la idea de hacer un sorteo: matarían a quien perdiera. Sin embargo, recordaron que tres de ellos tenían familias, pero el muchacho no era más que un huérfano. Descartaron la idea del sorteo. El capitán opinó que lo mejor sería simplemente matar al muchacho. La mañana siguiente, aún sin salvación a la vista, el capitán se acercó al muchacho. Se hallaba tumbado en una esquina del bote, medio loco de sed; había bebido agua de mar y su organismo estaba deshidratado. Sin duda moriría en las próximas horas. El capitán le dijo que había llegado su hora y le clavó un cuchillo en el cuello.
Durante los siguientes días los marineros comieron partes del cuerpo del muchacho y bebieron su sangre. Dos días después del episodio, los pasajeros de un barco que pasaba por allí descubrieron el bote. Los tres supervivientes fueron rescatados y llevados a Inglaterra. Todos los periódicos del país y prácticamente todos los europeos informaron del suceso. Se publicaron ilustraciones de los horribles acontecimientos en las primeras páginas, todos los detalles se expusieron sin cortapisas. La opinión pública se posicionó a favor de los náufragos, que ya habían sufrido suficiente. No obstante, la fiscalía ordenó su detención y los llevó a juicio. Uno de los dos marinos se ofreció como testigo y a él no lo acusaron. El caso pasó a la historia con su nombre judicial:
la Corona contra Dudley y Stephens, que así se llamaban los otros dos marinos. La única pregunta del proceso fue la siguiente: ¿debían los marinos matar al grumete para salvar su propia vida? Tres vidas por una. El tribunal debía decidir si era admisible un cálculo semejante.
Ferdinand von Schirach,
¿Tortura salvadora? , Babelia. El País, 07/12/2013