Gabriel Tarde |
Estoy insisitiendo en que no hay teoría sobre las masas como fenómeno social e histórico que se genere en el vacío, es decir de espaldas a lo que ocurre, intriga e inquieta en las calles de las ciudades en cada momento en que se elaboran. Si a lo largo del siglo XIX la muchedumbre hormigueante que se ve agitarse de ordinario ya es de por sí motivo de desazón –a veces no exenta de fascinación estética–, cuando se excita en forma de lo que se presenta como chusma o turba se convierte en motivo de máxima alerta y exige de las ciencias competentes que lleven a cabo su cometido de diagnosis y propuesta de terapia para ese mal social, puesto que es a una epidemia a lo que la civilización debe enfrentarse. En ese orden de cosas, una de las primeras definiciones de la multitud como hecho social alarmante es la de Gabriel Tarde. En 1890, en su La philosophie pénale, la describe como una unidad operativa y psicológica sobrevenida que funciona a partir de principios de imitación y contagio. Os leí la definición completa en clase, tomándola de una edición de 1972 de Cujas.
Al año siguiente, en 1891, en La Foule criminelle, aparece la que acaso sea la primera teoría sistemática sobre las muchedumbres formulada desde su apreciación en tanto que fenómeno social peligroso. Su autor es el criminólogo italiano Scipio Sighele, que, desde el nuevo derecho positivo, aborda la cuestión de la responsabilidad criminal de quienes han actuado al amparo de una multitud y compartiendo con ella una misma voluntad de causar daño, individuos que en condiciones normales y en solitario jamás hubieran acometido determinados actos violentos, incluso atroces. La clave de su conducta reside, una vez más, en las consecuencias patológicas de la desindividuación que conllevan las acumulaciones humanas. A pesar de la extraordinaria heterogeneidad de movimientos de aspecto caótico que se registran en el transcurso de su actividad, los agregados humanos "inorgánicos", como los califica Sighele, registran una unidad de acción y de propósito que no puede resultar más que de que "las particulares personalidades de los individuos que forman parte se concentran y se identifican en una sola personalidad; hay, pues, que reconocer forzosamente en la muchedumbre, aun cuando no se pueda explicar, la acción de algo que sirve provisoriamente de pensamiento común. Este algo es el entrar en escena las más bajas energías mentales y no puede aspirar al rango de verdadera facultad intelectual; no puede encontrarse para definirlo otro nombre sino el de alma de la muchedumbre". Para Sighele, las masas no deben ser consideradas como el precipitado de las cualidades morales o racionales de quienes les componen, pero sí de sus afectos y pasiones, y más todavía de sus bajezas, cuya acumulación genera una fuerza que puede tener efectos devastadores. El principio resultante es entonces que la energía destructiva que desata lo que Sighele llama "la plebe reclamante" es producto de haber hallado una amplificación lo más deleznable de cada individuo interviniente. Si os interesa, tenéis el libro de Sighele en pdf en internet.
Me centré sobre todo en Gustave Le Bon quien, en un obra bien conocida, La psicología de las masas —tenemos edición en español en Morata—, propone la que será la más influyente de las teorías para la conducta de las muchedumbres compactas que acompañan el proceso de industrialización a lo largo del siglo, en la misma línea que Sighele y Tarde de considerarlas modalidades enfermas de agrupación social en cuyo seno la autonomía humana y el sentido de la responsabilidad moral se desintegran cuando el individuo acepta incorporarse a una torbellino que puede pasar en poco tiempo del desenfreno destructor al supeditamiento ciego a una autoridad, en estados en los que la persona queda sumida en algo parecido al trance místico, al brote demente, a la hipnosis, a la estupefacción o a la ebriedad, por hacer referencia a algunas de las analogías propuestas por el propio Le Bon. Como si las fusiones sociales fueran algo así como un animal ora fiero, ora dócil, al que se debe temer y al que es preciso domesticar..., o seducir, habida cuenta de ese otro parentesco que las asocia a la mujer y al que se le atribuye lo que el discurso misógino dominante en la época considera su temperamento natural: caprichoso, superficial, veleidoso, pero siempre predispuesto a conocer arrebatos histéricos. Ya os mencioné cómo la psicología de las masas de Le Bon, con su contraposición entre la barbarie de las masas y la civilización que encarna el individuo, es uno de los ejemplos que Georg Lukàcs ponía de cómo la sociología se había puesto al servicio de la demostración "científica" de la "imposibilidad del socialismo y de toda revolución" (El asalto a la razón, Grijalbo).
Freud ampliará esa visión en su célebre ensayo sobre la naturaleza en última instancia libidinosa de esa energía masiva en que se recoge "el germen de todo lo malo existente en el alma humana". Es una obra bien conocida y accesible que se titula Psicología de masas y análisis del Yo (Alianza). Frente a tal amenaza, la única cura es, sostiene Le Bon, la democracia de los ciudadanos, las asambleas parlamentarias, que, a pesar de sus carencias, representan "el mejor método que los pueblos han encontrado hasta ahora para gobernarse", así como para sustraerse de las tiranías personales que las multitudes propician o a las que son propicias. Esa visión no dejaría de estar emparentada con la de la horda primitiva imaginada por la antropología evolucionista, recogida luego por Freud y por Engels, ni tampoco le sería ajena la noción durkheimniana de solidaridad mecánica, concebida como una reunión de “cuerpos brutos”, moléculas sociales que se mueven al mismo tiempo coordinadas por una lógica espontánea y que muchas veces se expresan de manera que podría parecer irreflexiva, que ni siquiera podría decirse que fuera una estructura social, sino más bien un tipo de cohesión basada en la similitud de los componentes del socius.
Me hubiera gustado abordar otros autores interesantes, como Pasquale Rossi, del que he visto que hay varias ediciones de traducciones suyas de principios del siglo XX, pero no he podido ser todo lo exhaustivo que hubiera querido. En cambio, no me pude estar de destacar, en el contexto latinoamericano, la aportación de José María Ramos Mejía, que en 1899 publica Las multitudes argentinas, una interesante disquisición sobre el papel de las masas en la historia argentina, con un análisis pormenorizado de acontecimientos concretos como fueron la reconquista de Buenos Aires frente a la ocupación británica de 1806 y la revolución de mayo de 1810. En su desarrollo teórico Ramos Mejía asume los presupuestos de Le Bon, Sighele y Tarde a propósito de la irracionalidad endémica de las masas, pero en cambio no deja de reconocer que es al "hombre de la multitud" argentino a quien le corresponde el protagonismo trascendente y heroico en las grandes gestas patrias. La bestialización de las masas se combina con su elogio como lugar de nacimiento y residencia del espíritu de rebeldía y desobediencia que ha permitido la emancipación del continente americano. A la multitud le dedica calificativos de gran fuerza descriptiva: "contagio sagrado", "superávit de vida", "torrente", "mancomunidad de esfuerzos e impulsos pequeños, que produce resultados grandes y trascendentes", "fuerza que viene de lejos y que empuja hacia destinos que ella misma desconoce". Me detuve en una definición preciosa de la multitud: "el esfuerzo común, la asociación de los iguales y de los que nada pueden solos".
Es como contrapeso al desprecio y a la vez alivio al temor hacia las multitudes enervadas que vemos extenderse otro tipo de destinatario deseado para la gestión política de los grandes procesos de urbanización e industrialización: el público, entendido como conjunto congruente de individualidades privadas y responsables que se pronuncian y hacen en relación con temas de interés compartido a partir del debate y la reflexión racionales. Es conocido el ensayo en que Jürgen Habermas Historia y crítica de la opinión pública, de 1962 (Gustavo Gili), donde levanta la genealogía de esa noción y otras emparentadas como opinión pública, como manifestaciones de una voluntad colectiva emanada del consenso deliberativo, desarrollos a su vez de la que fuera la publicidad ilustrada, convertida ahora en instrumento funcional al servicio de la modernidad capitalista. Pero es de la mano de Gabriel Tarde y su La opinión y la multitud (1901, publicado por Taurus en español) que esas nociones de público y opinión pública son empleadas no sólo, como hasta entonces, para hacer referencia a determinados procesos abstractos de comunicación en el seno de la sociedad, sino ante todo para oponerlas a la realidad física que implicaban las masas reales —"de carne y hueso", por así decirlo— que se apoderaban inamistosamente de las calles en aquellos mismos momentos en todas las ciudades industrializadas del mundo. Si esas comunidades instantáneas y efímeras que se conformaban de la nada, actuaban enérgicamente y se esfumaban de inmediato resultaban abyectas era porque eran amalgamas de individuos fundidos en una sola unidad de acción y pensamiento con tendencia a comportarse de manera irresponsable, puesto que en tales condiciones su singularidad moral quedaba inhibida. Si la masa era siempre inferior intelectual y moralmente al individuo, puesto que la alimentaban átomos inconsistentes, amorales y sin comprensión, aquello que Tarde presentaba como su alternativa, el público opinante, suponía la posibilidad de una acción colectiva racional y sobre todo casi siempre aquietada, que determinara la actuación de las instituciones políticas desde el ejercicio de la ponderación que corresponde a personas privadas que intercambian pareceres desde su respectiva autonomía moral e intelectual.
A Gabriel Tarde se le suele incluir en el epígrafe de la psicología de masas de entresiglos, pero corresponde sin duda atribuir a su teoría un punto mucho mayor de profundidad y alcance. Para Tarde la característica especial del público moderno, como colectivo surgido en buena medida de la capacidad de los nuevos medios de comunicación de crear estados de ánimo y opinión compartidos por una parte importante de la población, es su condición dispersa y extensiva, es decir de coincidencia a distancia, sin que quienes comparten un determinado espíritu se codeen y las sugestiones que les unen no se contagien por contacto físico inmediato, ni por el intercambio de miradas. La multitud es la suma de moléculas; el público, una combinación. Por supuesto que el público puede convertirse en multitud en ciertas oportunidades de ardor, incluso compartir eventualmente sus tendencias al alboroto y a la actuación en tropel, pero la generación de masas sería mucho más frecuente y más ruidosa si no existieran esas otras agrupaciones surgidas a partir de la aparición de la prensa y de su correspondiente colección de lectores –es decir su público– educados intelectualmente y, por ello, mucho menos proclives a caer en el estado de turba. El público supone, respecto de la masa y en términos generales, un paso adelante en el proceso evolutivo, pero ante todo su irrupción en la historia tiene sentido en tanto que instrumento de alivio del pavor burgués ante el desgobierno de ciudades que parecen caer periódicamente bajo el control de muchedumbres airadas, a cuyo amparo recurren esos "asesinos de la calle" cuyos crímenes y desmanes son atribuibles al veneno que vierten personajes como, por citar aquellos que el propio Tardemenciona, Marx y Kropotkin. La irrupción del público en tanto que nuevo sujeto colectivo propio de la edad contemporánea supone, por tanto, una transformación social que nos acerca al ideal kantiano de una convivencia ordenada a partir de principios morales, es decir "en el sentido de la unión y la pacificación finales de la sociedad".Manuel Delgado, El pánico burgués, El cor de les aparences, 08/12/2013