Enclaustrados en nuestras peripecias y vicisitudes,
encerrados en lo que nos ocurre,
enterrados en diversos ensimismamientos, acabamos considerando que nuestra casa somos nosotros. Ahora bien, pronto comprobamos que con ello nos limitamos a permanecer
recluidos en un internamiento que no es un hogar. Podríamos optar por otra vertiente de idéntico confinamiento y dispersarnos y desplegarnos, tratando de situarnos en un fuera sin dentro, perdidos en sucesos múltiples, en un extravío que confunde la apertura con la mera disipación. Ahora bien, para que nuestro hogar sea el mundo hemos de formar parte de él y para ello hemos de ser, al menos incipientemente, nosotros.
A su manera, un hogar es siempre una
interrelación entre uno mismo y lo otro de sí, el espacio del
encuentro. Y en esa medida, el ámbito propicio para la venida y la llegada del otro, para el abrazo y la conversación en sus múltiples formas y modalidades. Y con tal privilegio, los objetos y los aromas, los del tiempo y los de la memoria, hacen de cada ocasión una celebración.
Lo que esperamos y quien nos espera, incluso la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos, constituyen el
reflejo de lo que no nos exige ser otros para ser acogidos, para disponer y estar dispuestos, para dar y en su caso entregar. Nos acepta, nos abre las puertas. No deja de ser interesante que añoremos un hogar, sin que ello se reduzca a la nostalgia de lo vivido, sino que más bien se corresponda con lo que seamos capaces de
generar con nuestra facultad de ser recibidos, pero más aún de ser hospitalarios, de incorporar y de ser incorporados.
El cálido mundo de los afectos y de los sentimientos se ofrece como un lugar y cabría decirse que por una vez el espejismo es tan fiel como un espejo. Y tan enigmático. Una cama, un baño, una mesa, un sustento. Podríamos sabernos en casa y juntos disfrutar de
una búsqueda común, la de un hogar. Y quizás con eso se evidencie que, a su modo, en cierta medida ya empieza a serlo.
Ángel Gabilondo,
Un hogar, El salto del Ángel, 24/12/2013
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