Disfruto (y peno) estos días con la experiencia de escuchar el juicio sobre mis cuadros. No voy, por tanto, a referirme más a ellos. No lo haría por pudor pero aún menos por el pavor que resulta de verse calificado bien o mal, al revés y al derecho, por críticos, profesionales o no, que aman y poseen un conocimiento equivalente.
La intención de quién enseña un cuadro o de quién publica un libro es gustar, pero, ¿qué estado escoger si los unos dicen una cosa y los otros su revés? Un artista es un
pim, pam, pum durante toda su vida. Y de nadie es la culpa sino de él mismo puesto que si expone se expone.
Una vez saludé a un antiguo amigo en un verano de Santa Pola y al preguntarle cómo estaba, sólo por cortesía, me respondió él, con mucha categoría, que se encontraba francamente bien. ¿Y eso? ¿Le iban bien los negocios? ¿Se había enamorado? ¿Se había mudado a una casa mejor? Nada de nada. Todo esto, me di cuenta, pertenecía para él a los enjambres de accidentes que nos revolotean pero no constituyen, por serios que parezcan, el cuerpo del yo. Siendo el yo, precisamente, no un menudo animal ni un nítido espejo sino un ente enclavado en la cueva del ser que ni hace caso a la fortuna, ni a los metros cuadrados ni tampoco al suculento amor. El yo se quiere a sí mismo y en ello se complace o se suicida en solitario.
Este yo, nervioso y menudo animal, corretea, resbala, se despeña o vuela, por momentos, gracias a su propio peso. Mi amigo de Santa Pola respondió en fin que se encontraba bien, no porque las cosas le fueran bien o muy bien, sino porque se había guarecido en un yo cristalizado desde donde veía al mundo girar y rondarlo con sus secuencias de ficción. En síntesis, la espita por la que él saboreaba los acontecimientos, dulces o amargos, se hallaba en su escondite y a ese escondite de medida exacta nadie sino el mismo podía acceder. Con ello la sentencia final sería ésta: “Me encuentro bien y no porque las cosas me vayan bien (más bien las cosas le iban fatal) sino porque ¿qué valor tendría sentirse bien si las circunstancias fueran estupendamente?”.
A toda pregunta cortés sobre el bienestar o el malestar del otro se responde con una inane síntesis convencional. Y no es por salir del paso. Es que el yo sólo sabe hablar consigo mismo y por cada traducción que ofreciera cometería un grave error. ¿Qué error? Precisamente comete el error de airear lo que sólo posee enrarecida vida interior.
¿Se está bien entonces al margen de los demás y de las demás? No. Claro que no. Pero este es el principio del camino de perfección, el torno que va puliendo la identidad como una figura fulgente. El yo es una luz que por modesta no puede orientar su claridad hacia ningún área fuera del yo. Y con una particularidad añadida. Esta luz constituye su único y pobre alimento. Nacemos solos, morimos solos, vivimos solos. ¿Cómo podrían los demás, por mucho que traten de aliviarnos o contentarnos, pasar sus medicinas a través se las paredes en que se encarcela involuntariamente a el yo? ¿El asilo de la cultura? He aquí el turbante con que se envuelve la perdición.
Vicente Verdú,
La cultura turbante, El País, 15/02/2014