La ciudad es el problema; la técnica, la solución. Este eslogan podría resumir los programas urbanos que tanto en las metrópolis consolidadas de Occidente como en las bullentes megalópolis de Asia se sostienen en esa versión del panóptico moderno que son las llamadas ciudades inteligentes. Son modelos que comparten una confianza optimista en los poderes de la técnica para resolver los conflictos sociales y económicos implicados en los procesos de crecimiento, de acuerdo con un entusiasmo que ahora es digital, y que se refuerza por la conectividad indiscriminada y el ensalmo mercantil y fetichista de todo tipo de gadgets. De ahí que las tesis tecnocráticas vuelvan a resultar atractivas, aunque su sex appealmecanicista comparta en muchos aspectos el obsoleto credo de los determinismos, y resulte tan añejo como ya lo es nuestra modernidad.
Es cierto que sin artefactos alimentados por electricidad o petróleo no hubiese habido nunca modernidad, ni tampoco se hubiesen formado las ciudades tal y como hoy las conocemos. Pero si para los modernos la fascinación de la técnica se desprendía de la potencia brutal de las máquinas, hoy su capacidad de persuasión se cifra por la desmesura con que pequeños dispositivos manejan miríadas de constelaciones fluctuantes de datos, que ya no proceden de centros jerárquicos de poder o información, sino de la propia vida cotidiana, y cuyo acceso y manejo —como demuestran las nuevas técnicas de marketing o las historias de espionaje desveladas por Snowden— se han convertido en un problema estratégico para empresas e instituciones, cuando no en una cuestión de Estado.
La magnitud de la transformación se evidencia por algunos cambios semánticos —la democrática información en lugar de la ominosa producción; el inasible bit en vez del intuitivo caballo de vapor—, que expresan el hecho de que la tecnología ha ido abandonando su lugar natural en las fábricas o las oficinas para ocupar con descaro todos los recovecos del mundo, también la vestimenta o el interior del cuerpo humano, de manera que la presencia casi universal de chips y sensores con tendencia a conectarse entre sí ha convalidado a la postre la hipótesis de un “Internet de las cosas”, término acuñado por Kevin Ashton en 1999, y que hoy se aplica en disciplinas muy diversas. Entre ellas se cuentan la economía y la sociología, pero también la ingeniería y el urbanismo. Favorece este rabión digital el hecho de que el nuevo entramado descanse en un símil comprensible por todos, según la cual las mallas de las tecnologías de la información son como una red neuronal, y los centros que gestionan los datos, como cerebros. La inteligencia que esta red produce puede así aplicarse a los objetos —tal es el caso de ese avatar que para nosotros es hoy el smartphone—, y asimismo a las ciudades, que no en vano ya habían sido consideradas desde antiguo como una suerte de organismos vivos.
Pese a la ínfula que se da al término, esta inteligencia aplicada a las ciudades es más bien precaria. Consiste en realidad en la digitalización del espacio urbano a través de infraestructuras basadas en las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), así como en los sistemas de información geográfica (GIS), con el fin de monitorizar calles, edificios y personas mediante redes innúmeras de sensores, y de intervenir en tiempo real sobre ellos. Los problemas que pretenden atajarse son diversos, desde la movilidad hasta la gestión de recursos, pasando por el medio ambiente o incluso el modelo político, alentando la idea bienintencionada de un gobierno participativo encauzado por las hoy casi ubicuas redes sociales. No menos variados son los contextos en los que esta inteligencia digital puede aplicarse. En Nueva York IBM está instalando 250.000 lectores integrados de programas de análisis en tiempo real, implantados bajo la piel de la ciudad con fines extrañamente complementarios, como detectar fugas de agua, reducir el tráfico, prevenir incendios o anticiparse a la comisión de delitos mediante la “captura de una imagen sospechosa, su análisis por ordenador y la transmisión de esta información a la policía”. En otros contextos la ambición es aún mayor: Corea del Sur se proclama orgullosa de su propia ciudad inteligente, New Songdo, que la multinacional CISCO prevé terminar en 2014 y cuyo principal rasgo es la literalidad con que en ella se asume la metáfora de la sinapsis nerviosa, pues, como explican sus promotores, estará dotada de un cerebro, es decir, de un inmenso centro digital de operaciones que conectará semáforos, hospitales, redes eléctricas y estaciones meteorológicas, formando una estructura que acaso se pretende todopoderosa.
Evidentemente, el loable fin de dotar inteligencia a nuestras ciudades es, en sí mismo, un fenomenal negocio; de hecho algunos estiman que podría mover más de 50.000 millones de dólares al año. De ahí, que las grandes multinacionales de la informática y la comunicación hayan levantado un pujante y creciente lobby, que convoca congresos por doquier para buscar socios entre los gestores políticos y convencerles de la urgencia extrema de poner coto, de una vez por todas, a las fugas de agua y los problemas de tráfico, pero también de disolver de una manera políticamente neutral las pugnas sociales, incluida la delincuencia, resultado del hecho siempre incómodo de habitar juntos.
Como ha puesto de manifiesto César Rendueles en un reciente y excitante libro, Sociofobia, tras ello no solo se oculta el interés económico, sino una suerte de inocencia fetichista ante la tecnología, entregada a la creencia —que la tozuda realidad no se cansa de refutar— de que las técnicas digitales son una fuente automática de transformaciones sociales, de procesos emancipadores ajenos a la gastada tradición de la democracia representativa. Desde este punto de vista, la inteligencia de las ciudades no solo sería tecnocrática, sino fundamentalmente colaborativa, y ya no estaría formada de jerárquica materia gris, sino que se organizaría como una red descentralizada, como una especie de mente-colmena.
Lo cierto es que poco importa que la inteligencia urbana se conciba como simple tecnología aplicada o como una utopía ambiciosa a la manera de la Telépolis o la City of Bits; el peligro es que la ciudad acabe entregada a los nuevos especialistas digitales, y que los necesarios papeles jugados por el reprochable político o el megalómano urbanista o arquitecto acaben devaluándose conforme se socava paralelamente el quehacer deliberativo de los ciudadanos anónimos en cuanto constructores materiales de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad puede reducirse a la mera gestión digital de problemas concretos, entonces cabe sustituir a los antiguos jerarcas por otros nuevos y presuntamente más inocuos, los especialistas o expertos digitales, y los ciudadanos deberán acaso conformarse con asumir un papel pasivo.
De este modo, lejos ya del modelo agresivo del ojo que todo lo ve —el Panopticon de Bentham o el Big Brother orwelliano—, la tecnocracia es hoy reclamada por la propia comunidad digital; no se impone con violencia desde fuera, sino que se exige desde dentro, en una suerte de variante líquida, pero autoimpuesta de demagogia. Así y todo, como en el mundo real que está delante de las pantallas nunca hay personajes virtuales, sino personas de carne y hueso, al cabo las herramientas digitales no son nada a menos que se hibriden con los pertrechos tradicionales del control del espacio, como, en su caso más extremo, son los muros o las alambradas. Así lo demostraron en su momento la zigzagueante revolución egipcia —formada a partes iguales por una movilización digital y una resistencia corporal en un lugar concreto, la plaza de Tahrir— o los paredones que cosen la frontera entre Israel y Palestina, y lo sigue evidenciando hoy, en España, el limes de Ceuta, en el que los algoritmos de la videovigilancia conviven promiscuamente con alambradas armadas de cuchillas con un nombre de ecos musicales: las concertinas. Y es que este ciberfetichismo de algoritmos y concertinas no resolverá nuestros problemas económicos y sociales, ni tampoco los urbanos, pues en los territorios y las ciudades no hay más inteligencia que la de aquellos que las habitan. La conclusión fue anticipada hace más de 50 años por el arquitecto y tecnólogo norteamericano Lewis Mumford: no debemos pedirles a las máquinas más de lo que realmente pueden darnos.
Eduardo Prieto, Lo que podemos pedir a las máquinas, El País, 15/02/2014