Alain Finkielkraut |
¿Cómo resolver esta contradicción? «Posmodernizando la escuela», afirman sustancialmente tanto los gestionarios como los reformadores. Estos buscan los medios de aproximar la formación al consumo y, en algunas escuelas americanas, llegan incluso a empaquetar la gramática, la historia, las matemáticas y todas las materias fundamentales en una música rock que los alumnos escuchan, con un walkman en los oídos. [2] Los primeros preconizan, más seriamente, la introducción masiva de los ordenadores en las aulas a fin de adaptar a los escolares a la seriedad de la técnica sin obligarles, por ello, a abandonar el mundo lúdico de la infancia. Del tren eléctrico a la informática, de la diversión a la comprensión, el progreso debe realizarse suavemente y, si es posible, sin que se enteren sus propios beneficiarios. Poco importa que la comprensión así desarrollada por el juego con la máquina sea del tipo de la manipulación y no del razonamiento: entre unas técnicas cada vez más avanzadas y un consumo cada vez más variado, la forma de discernimiento que hace falta para pensar el mundo, carece de uso e incluso, como hemos visto, de palabra para nombrarse, pues la de cultura le ha sido definitivamente confiscada.
Pero este simple reajuste de métodos y de programas sigue sin bastar para una reconciliación total de la escuela con la «vida». Al término de una larga y minuciosa encuesta sobre el malestar escolar, dos sociólogos franceses escriben: «Si una cultura es un conjunto de comportamientos, de técnicas, de costumbres, de valores que establecen las señas de identidad de un grupo, la música, en muy buena parte, sustenta la cultura de los jóvenes. Desgraciadamente, esa música, rock, pop, variétés, es considerada por la sociedad adulta y, en especial, por el magisterio, como una submúsica. Los programas escolares, la formación de los profesores de música respetan una jerarquía que sitúa las obras en el pináculo. No discutiremos este punto, aunque suene a falso: el desfase entre la educación transmitida y el gusto de los alumnos es, ahí, especialmente pronunciado.» [3]
Así pues, en el caso de la escuela tocar bien significaría abolir este desfase en favor de las predilecciones adolescentes, enseñar la juventud a los jóvenes en lugar de aferrarse con una obstinación senil a unas jerarquías antañonas, y echar a Mozart de los programas para poner en su lugar a un rockero impetuoso: Amadeus, Wolfie, para su mujer, conocida una bonita tarde de verano indio en un campus de Vienne, Massachusetts.
Los jóvenes son un pueblo de reciente aparición. Antes de la escuela, no existía: para transmitirse, el aprendizaje tradicional no necesitaba separar a sus destinatarios del resto del mundo durante varios años, y, por consiguiente, no dejaba ningún espacio al largo período transitorio que nosotros llamamos la adolescencia. Con la escolarización masiva, la propia adolescencia ha dejado de ser un privilegio burgués para convertirse en una condición universal. Y un modo de vida: protegidos de la influencia familiar por la institución escolar y del ascendiente de los profesores por «el grupo de los iguales», los jóvenes han podido edificar un mundo propio, espejo invertido de los valores circundantes. Relajamiento del jean contra convenciones indumentarias, historieta contra literatura, música rock contra expresión verbal, la «cultura joven», esta antiescuela, afirma su fuerza y su autonomía desde los años sesenta, es decir, desde la democratización masiva de la enseñanza: «Como cualquier grupo integrado (el de los negros americanos, por ejemplo), el movimiento adolescente sigue siendo un continente en parte sumergido, en parte prohibido e incomprensible para cualquiera que esté fuera de él. Damos como prueba e ilustración de ello el especialísimo sistema de comunicación, muy autónomo y amplísimamente subterráneo, transportado por la cultura rock para la cual el feeling domina sobre las palabras, la sensación sobre las abstracciones del lenguaje, el clima sobre las significaciones brutas y de un acceso racional, valores todos ellos extraños a los criterios tradicionales de la comunicación occidental, que arrojan una cortina opaca y levantan una defensa impenetrable contra los intentos más o menos interesados de los adultos. Tanto si se escucha como si se toca, en efecto, se trata de sentirse "cool" o de colocarse. Las guitarras están más dotadas de expresión que las palabras, que son viejas (poseen una historia), y por tanto hay motivo para desconfiar de ellas...» [4]
He aquí algo que, por lo menos, está claro: la cultura en el sentido clásico, basada en palabras, tiene el doble inconveniente de envejecer a los individuos, dotándoles de una memoria que supera la de su propia biografía, y de aislarles, condenándoles a decir (Yo), es decir, a existir como personas diferenciadas. Mediante la destrucción del lenguaje, la música rock conjura esta doble maldición: las guitarras abolen la memoria; el calor que funde sustituye a la conversación, esta entrada en relación de seres separados; extasiadamente, el «yo» se disuelve en el Joven.
Esta regresión sería absolutamente inofensiva si el Joven no estuviera ahora en todas partes: han bastado dos décadas para que la disidencia invadiera la norma, para que la autonomía se transformara en hegemonía y el estilo de vida adolescente mostrara el camino al conjunto de la sociedad. La moda es joven; el cine y la publicidad se dirigen prioritariamente al público de los quince-veinteañeros: las mil radios libres cantan, casi todas con la misma música de guitarra, la dicha de terminar de una vez con la conversación. Y se ha levantado la veda de la caza al envejecimiento: mientras que hace menos de un siglo, en ese mundo de la seguridad tan bien descrito por Stefan Zweig, «el que quería progresar se veía obligado a recurrir a todos los disfraces posibles para parecer más viejo de lo que era», los diarios recomendaban productos para adelantar la aparición de la barba», y los jóvenes médicos recién salidos de la Facultad intentaban adquirir una ligera barriga y «cargaban sus narices con gafas de montura de oro, aunque su vista fuera perfecta, y ello pura y simplemente para dar a sus pacientes la impresión de que tenían "experiencia"»[5]. En nuestros días, la juventud constituye el imperativo categórico de todas las generaciones. Como una neurosis expulsa la otra, los cuarentones son unos «teenagers» prolongados; en lo que se refiere a los Ancianos, no son honrados por su sabiduría (como en las sociedades tradicionales), su seriedad (como en las sociedades burguesas) o su fragilidad (como en las sociedades civilizadas), sino única y exclusivamente si han sabido permanecer juveniles de espíritu y de cuerpo. En una palabra, ya no son los adolescentes los que, para escapar del mundo, se refugian en su identidad colectiva; el mundo es el que corre alocadamente tras la adolescencia. Y esta inversión constituye, como observa Fellini con cierto estupor, la revolución cultural de la época posmoderna: «Yo me pregunto qué ha podido ocurrir en un momento determinado, qué especie de maleficio ha podido caer sobre nuestra generación para que, repentinamente, hayamos comenzado a mirar a los jóvenes como a los mensajeros de no sé qué verdad absoluta. Los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes... ¡Ni que acabaran de llegar en sus naves espacialesl [...] Sólo un delirio colectivo puede habernos hecho considerar como maestros depositarios de todas las verdades a chicos de quince años.» [6]
¿Qué ha ocurrido, pues? Por muy enigmático que resulte, el delirio del que habla Fellini no ha surgido de la nada: el terreno estaba preparado y puede decirse que el largo proceso de conversión al hedonismo del consumo emprendido por las sociedades occidentales culmina hoy con la idolatría de los valores juveniles. ¡El Burgués ha muerto, viva el Adolescente! El primero sacrificaba el placer de vivir a la acumulación de las riquezas y situaba, según la fórmula de Stefan Zweig, «la apariencia moral por encima del ser humano»; demostrando una impaciencia equivalente ante las rigideces del orden moral y las exigencias del pensamiento, el segundo quiere, ante todo, divertirse, relajarse, escapar de los rigores de la escuela por la vía del ocio, y esta es la razón de que la industria cultural encuentre en él la forma de humanidad más rigurosamente conforme a su propia esencia.
Lo que no quiere decir que la adolescencia se haya convertido al final en la más hermosa edad de la vida. Negados en otro tiempo como pueblo, los jóvenes lo son actualmente como individuos. La juventud es ahora un bloque, un monolito, una cuasi especie. Ya no se pueden tener veinte años sin aparecer inmediatamente como el portavoz de su generación. «Nosotros, los jóvenes...»: los compañeros atentos y los padres enternecidos, los institutos de sondeo y el mundo del consumo procuran conjuntamente la perpetuación de este conformismo y que nadie pueda jamás exclamar; «Tengo veinte años, es mi edad, no es mi ser, y no dejaré que nadie me encierre en esta determinación.»
Y los jóvenes se sienten tanto menos propensos a trascender su grupo de edad (su «bio-clase», como diría Edgar Morin) en la misma medida en que todas las prácticas adultas inician, para ponerse a su alcance, una cura de desintelectualización: es el caso, como hemos visto, de la Educación, pero también de la Política (que ve cómo los partidos en competición por el poder se afanan idénticamente por «modernizar» su look y su mensaje, al mismo tiempo que se acusan mutuamente de ser «mentalmente viejos»), del Periodismo (¿acaso el animador de un magazine televisado francés de información y de ocio no confiaba recientemente que debía su éxito a los «menores de quince años rodeados de sus madres» y a su predilección por «nuestras secciones canción, pub, música»?), [7] del Arte y de la Literatura (algunas de cuyas obras maestras ya están disponibles, por lo menos en Francia, bajo la forma «breve y artística» del clip cultural), de la Moral (como lo demuestran los grandes conciertos humanitarios en mundovisión) y de la Religión (a juzgar por los viajes de Juan Pablo II).
Para justificar este rejuvecimiento general y este triunfo de la memez sobre el pensamiento, se invoca habitualmente el argumento de la eficacia: en pleno período de reserva, de persianas bajadas, de repliegue en la esfera privada, la alianza de la caridad y del rock'n'roll reúne instantáneamente unas cantidades fabulosas; en cuanto al papa, desplaza unas multitudes inmensas en el mismo momento en que los mejores expertos diagnostican la muerte de Dios. Visto desde cerca, sin embargo, este pragmatismo se revela completamente ilusorio. Los grandes conciertos para Etiopía, por ejemplo, han subvencionado la deportación de las poblaciones que debían ayudar a alimentar. No cabe duda de que el responsable de esta malversación de fondos es el gobierno etíope, pero no importa; el estropicio podría haber sido evitado si los organizadores y los participantes de esta mundial misa solemne se hubieran permitido distraer su atención del escenario para reflexionar, aunque sólo fuera someramente, sobre los problemas planteados por la interposición de una dictadura entre los niños que cantan y bailan y los niños hambrientos. El éxito que encuentra Juan Pablo II, por otra parte, procede de la forma y no de la sustancia de sus declaraciones: desencadenaría el mismo entusiasmo si permitiera el aborto o si decidiera que el celibato de los curas iba a perder, a partir de ahora, su carácter obligatorio. Su espectáculo, como el de las restantes super-stars, vacía las cabezas para poder llenar mejor los ojos, y no transporta ningún mensaje, sino que los engulle a todos en una grandiosa profusión de luz y sonido. Creyendo ceder únicamente a la moda en la forma, olvida, o finge olvidar, que esa moda tiende precisamente a la aniquilación de la significación. Con la cultura, la religión y la caridad rock, ya no es la juventud la que se siente conmovida con los grandes discursos, sino que el propio universo del discurso es sustituido por el de las vibraciones y la danza.
Frente al resto del mundo, el pueblo joven no defendía únicamente unos gustos y unos valores específicos. Movilizaba igualmente, nos dice su gran turiferario, «otras áreas cervicales distintas de las de la expresión hablada. Conflicto de generaciones, pero también conflicto de hemisferios diferenciados del cerebro (el reconocimiento no verbal contra la verbalización), hemisferios largo tiempo ciegos, en este caso entre sí.» [8] La batalla ha sido violenta, pero lo que hoy se denomina comunicación demuestra que el hemisferio no verbal ha acabado por vencerla, el clip ha dominado a la conversación, la sociedad «ha acabado por volverse adolescente». [9] Y a falta de saber aliviar a las víctimas del hambre, ha encontrado, con motivo de los conciertos para Etiopía, su himno internacional: We are the world, we are the children. Somos el mundo, somos los niños.
Alain Finkielkraut, La derrota del Pensamiento, traducción Joaquín Jordáñ[1] George Steiner, Dans le chateau de Barbe-Bleue (Notes pour une redéfinition de la culture), Gallimard, coll. Folio/Essais, 1986, p. 95.[2] Ver Neil Postman, Se distraire à en mourir, Flammarioll, 1986.[3] Hamon-Rotman, Tant qu'il y aura des profs, Seuil, 1984, p, 311[4] Paul Yormet, Jeux, modes et masses, Gallimard, 1985, pp, 185— 186, (Subrayado por mí).[5] Stefan Zweig, Le monde d'hier (Souvenirs d'un Européen), Belfond, 1982, p. 54.[6] Fellini par Fellini. Calmann-Lévy. 1984, p. 163[7] Philippe Gildas, Télérama, no. 1929, 31 diciembre 1986[8] Paul Yonnet. «L'esthétique rock», Le Débat, n.v 40. Gallimard, 1986, p. 66. [9] Ibid., p. 71.