François Quesnay |
Quisiera comenzar con un concepto que parece haber remplazado, a partir de septiembre de 2001, cualquier otra noción política: la seguridad. Como sabemos, la formula “por razones de seguridad” funciona hoy en cualquier dominio, desde la vida cotidiana hasta los conflictos internacionales, como una contraseña para imponer medidas que la gente no tiene por qué aceptar. Yo quisiera mostrar que el verdadero propósito de las medidas de seguridad no es, como se asume actualmente, prevenir peligros, dificultades o incluso catástrofes. Por consiguiente, considero conveniente llevar a cabo una breve genealogía del concepto de “seguridad”.
Una forma posible de trazar tal genealogía sería inscribir su origen y su historia dentro del paradigma del estado de excepción. Desde esta perspectiva, podemos rastrearla en el principio romano salus publica suprema lex, la seguridad pública es la ley más alta, y conectarla con la dictadura romana, con el principio canónico la necesidad no reconoce ninguna ley, con los comités de salut publique durante la Revolución Francesa y, finalmente, con el artículo 48 de la República de Weimar, que fue el fundamento jurídico del régimen nazi. Dicha genealogía es ciertamente posible, pero no creo que pueda explicar realmente el funcionamiento de los dispositivos y las medidas de seguridad que conocemos hoy. Mientras que el estado de excepción inicialmente se concibió como una medida provisional, cuyo propósito era hacer frente a un peligro inmediato con el fin de restaurar la situación normal, las razones de seguridad constituyen hoy en día una tecnología permanente de gobierno. Cuando en 2003 publiqué un libro en el que intenté mostrar precisamente cómo el estado de excepción se estaba volviendo un sistema normal de gobierno en las democracias occidentales, no me pude imaginar que mi diagnóstico resultaría tan certero. El único precedente claro era el régimen nazi. Cuando Hitler tomó el poder en febrero de 1933, proclamó inmediatamente un decreto suspendiendo los artículos de la constitución de Weimar sobre las libertades personales. El decreto nunca fue revocado, por lo que es posible considerar el Tercer Reich como un estado de excepción que duró doce años.
Lo que sucede hoy es completamente distinto. Un estado de excepción no está declarado formalmente y vemos en su lugar que vagas nociones no-jurídicas —como la de “razones de seguridad”— son usadas para instaurar un estado estable de emergencia paulatina y ficticia sin ningún peligro claramente identificable. Un ejemplo de tales nociones no-jurídicas que son usadas como una emergencia que produce factores, la podemos encontrar en el concepto de “crisis”. Además del significado jurídico de sentencia en un juicio, dos tradiciones semánticas convergen en la historia del término que, como ustedes saben, proviene del verbo griego crino: una médica y otra teológica. En la tradición médica, crisis significa el momento en que el doctor tiene que juzgar, decidir, si el paciente morirá o sobrevivirá. El día o los días en que esta decisión es tomada son llamados crisimoi, los días decisivos. En la teología, crisis es el Juicio Final pronunciado por Cristo al final de los tiempos. Como pueden ver, lo que es esencial en ambas tradiciones es la conexión con un cierto momento en el tiempo. En el uso contemporáneo de este término, esta conexión es precisamente lo que queda abolido. La crisis, el juicio, es separado de su índice temporal, y coincide ahora con el curso cronológico del tiempo, de tal forma que, no solamente en la economía y la política, sino en todo aspecto de la vida social, la crisis coincide con la normalidad y deviene, de esta manera, una mera herramienta de gobierno. Consiguientemente, la capacidad de decisión definitiva desaparece, mientras que el continuo proceso de toma de decisión no decide nada. Para ponerlo en términos paradójicos, podríamos decir que, teniendo que enfrentar un estado continuo de excepción, el gobierno tiende a tomar la forma de un perpetuo coup d’état. Por cierto, esta paradoja sería una descripción precisa de lo que sucede en Grecia al igual que en Italia, donde gobernar significa llevar a cabo una continua serie de pequeños coups d’état. El actual gobierno de Italia no es legítimo.
Es por esta razón que pienso que, para poder entender la peculiar gubernamentalidad en la cual vivimos, el paradigma del estado de excepción no es del todo adecuado. Es por esto que voy a seguir la sugerencia de Michel Foucault e indagaré en el origen del concepto de seguridad en los comienzos de la economía moderna, a partir de François Quesnay y los fisiócratas, cuya influencia en la gubernamentalidad moderna no podría ser sobreestimada. Comenzando con el Tratado de Westfalia, los grandes Estados absolutistas europeos comenzaron a introducir en su discurso político la idea de que el soberano tiene que encargarse de la seguridad de sus súbditos. Sin embargo, Quesnay es el primero en establecer la seguridad (sureté) como la noción central en la teoría de gobierno; y esto de una manera particular.
Uno de los principales problemas que los gobiernos tuvieron que enfrentar en su momento fue el problema de las hambrunas. Antes de Quesnay, la metodología tradicional intentaba prevenir las hambrunas mediante la creación de graneros públicos y limitando la exportación de cereales. Ambas medidas tuvieron efectos devastadores para la producción. La idea de Quesnay era la de revertir este proceso: en lugar de intentar prevenir las hambrunas, propuso dejar que ocurrieran para así gobernarlas una vez ocurridas, liberalizando el intercambio interno y externo. “Gobernar” retiene aquí su significado cibernético etimológico: un buen kybernes, un buen piloto, no es capaz de evadir tempestades, pero, si la tempestad ocurre, debe ser capaz de gobernar su embarcación, utilizando la fuerza de las olas y los vientos para navegar. Éste es el significado del famoso lema “laisser faire, laissez passer”: no sólo es la clave del liberalismo económico, sino que también es el paradigma de gobierno que concibe la seguridad (sureté, en palabras de Quesnay) no como la prevención de problemas, sino más bien como la habilidad para gobernar y guiar aquéllos por un buen camino una vez que han ocurrido.
No debemos ignorar las implicaciones filosóficas de esta inversión. Constituye una transformación epocal de la idea misma de gobierno, que trastorna la relación jerárquica tradicional entre las causas y los efectos. Ya que gobernar las causas es difícil y costoso, es más seguro y útil intentar gobernar los efectos. Me gustaría sugerir que este teorema de Quesnay es el axioma de la gubernamentalidad moderna. El Ancien Régime aspiraba a gobernar las causas; la modernidad pretende controlar los efectos. Y este axioma se aplica en todos los dominios: desde la economía hasta la ecología, desde la política exterior y militar hasta las medidas internas de seguridad. Debemos asumir que los gobiernos europeos de hoy han cedido en el intento de gobernar las causas; ahora sólo buscan gobernar los efectos. El teorema de Quesnay hace comprensible algo que de otra manera sería inexplicable: me refiero a la convergencia paradójica en el presente de un paradigma liberal absoluto en la economía, con un paradigma igualmente absoluto y sin precedentes de control estatal y policial. Si el gobierno apunta a los efectos y no a las causas, se verá obligado a extender y multiplicar los controles. Las causas exigen ser conocidas, mientras que los efectos sólo pueden ser considerados y controlados.
Una importante esfera en donde este axioma opera es el de los dispositivos de seguridad biométricos, que invaden cada vez con mayor fuerza todos los aspectos de la vida social. Cuando las tecnologías biométricas aparecieron por vez primera en el siglo XVIII, en Francia con Alphonse Bertillon, y en Inglaterra con Francis Galton, el inventor de las huellas digitales, obviamente no buscaban prevenir el crimen, sino solamente reconocer a los delincuentes reincidentes. Sólo cuando el crimen ocurre por segunda ocasión, la información biométrica puede ser usada para identificar al criminal.
Las tecnologías biométricas que fueron inventadas para los criminales reincidentes, permanecieron por mucho tiempo como su privilegio exclusivo. En 1943, el Congreso de los Estados Unidos seguía rechazando el Citizen Identificacion Act, que pretendía introducir para cada ciudadano un carnet de identidad [Identity Card] con huellas digitales. Sin embargo, por una cierta fatalidad o ley no escrita de la modernidad, las tecnologías que habían sido inventadas para animales, criminales, extranjeros o judíos, finalmente se harían extensivas a todos los seres humanos. De ahí que en el curso del siglo XX, las tecnologías biométricas hayan sido aplicadas a todos los ciudadanos, y la fotografía métrica de Bertillon y las huellas digitales de Galton sean usadas actualmente en todos los países para ID cards.
Pero el paso extremo tan sólo se ha tomado en nuestros días, y aún se encuentra en proceso de realización. Con el desarrollo de nuevas tecnologías digitales, con escáneres ópticos que pueden fácilmente registrar no sólo las huellas digitales, sino también la retina o la estructura del iris del ojo, los dispositivos biométricos tienden a desplazarse más allá de las estaciones de policía y las oficinas de migración hacia la vida cotidiana. En muchos países, el acceso a los comedores estudiantiles o incluso a las escuelas está controlado por un dispositivo biométrico sobre el cual el estudiante coloca simplemente su mano. Las industrias europeas en este sector, que crece rápidamente, recomiendan a los ciudadanos que se acostumbren a este tipo de controles desde temprana edad. Este fenómeno es realmente preocupante, ya que las comisiones europeas para el desarrollo de la seguridad (como la ESPR, European Security Research Program), tienen como miembros permanentes a los representantes de las grandes corporaciones de este sector, que son precisamente productores de armamentos como Thales, Finmeccanica, EADS y BAE Systems, que se han volcado al negocio de la seguridad.
Es fácil imaginar los peligros que representaría un poder que pudiera tener a su disposición un acceso ilimitado a la información genética y biométrica de todos sus ciudadanos. Con un poder así, el exterminio de los judíos, que se llevó a cabo sobre la base de una documentación incomparablemente menos eficiente, habría sido total e increíblemente rápido. Pero no me detendré en este aspecto importante del problema de la seguridad. Las reflexiones que me gustaría compartir con ustedes tienen que ver, en cambio, con la transformación de la identidad política y de las relaciones políticas que están inscritas en las tecnologías de seguridad. Esta transformación es tan extrema que nos podemos preguntar legítimamente no sólo si la sociedad en la que vivimos sigue siendo democrática, sino también si esta sociedad puede seguir siendo considerada como política.
Christian Meier ha mostrado cómo en el siglo V a. C., una transformación conceptual de lo político tuvo lugar en Atenas, basada en lo que él llama una “politización” (politisierung) de la ciudadanía. Hasta ese momento, la pertenencia a la polis se definía por una serie de condiciones y de estatus social de distinta índole —por ejemplo, pertenecer a la nobleza o a cierta comunidad cultual, ser campesino o mercader, ser miembro de cierta familia, etc.— a partir de ahí la ciudadanía se volvió el principal criterio de la identidad social.
“El resultado fue una concepción griega específica de la ciudadanía, en la que el hecho de que los hombres se comportaran como ciudadanos fundaba una forma institucional. La pertenencia a comunidades religiosas o económicas fue desplazada a un segundo plano. Los ciudadanos de una democracia se consideraban a sí mismos como miembros de la polis, siempre y cuando se dedicaran a la vida política. Polis y politeia, ciudad y ciudadanía se constituían y se definían mutuamente. La ciudadanía se volvió así una forma de vida, mediante la cual la polis se constituyó en un dominio claramente distinto del oikos, la casa. La política se transformó, entonces, en un espacio público libre, que como tal se oponía al espacio privado, entendido como el reino de la necesidad”. De acuerdo con Meier, este proceso específicamente griego de politización fue transferido a la política occidental, donde la ciudadanía permaneció como un elemento decisivo.
La hipótesis que me gustaría proponerles es que este factor político fundamental ha entrado en un proceso irrevocable que tan sólo podemos definir como un proceso de creciente despolitización. Lo que en un principio fue una manera de vivir, una condición esencial e irreduciblemente activa, se ha convertido en nuestros tiempos en un estatuto jurídico puramente pasivo, en el que la acción e inacción, lo privado y lo público, se vuelven progresivamente borrosos e indistinguibles. Este proceso de despolitización de la ciudadanía es tan evidente que no hace falta detenerse en ello.
Intentaré mostrar, en cambio, cómo el paradigma de la seguridad y los dispositivos de seguridad han jugado un papel decisivo en este proceso. La creciente extensión a los ciudadanos de las tecnologías que fueron concebidas para los criminales tiene consecuencias inevitables en la identidad política del ciudadano. Por primera vez en la historia de la humanidad, la identidad deja de ser una función de la personalidad social basada en el reconocimiento de los otros, siendo ahora una función de los datos biológicos, que no pueden soportar ninguna relación con ella, como los arabescos de las huellas digitales o la doble hélice del ADN. La cosa más neutral y privada se transforma en el factor decisivo de la identidad social, y la identidad social pierde de esta manera su carácter público.
Si mi identidad está determinada ahora por hechos biológicos, que de ninguna forma dependen de mi voluntad y sobre las cuales no tengo ningún control, entonces la construcción de algo como una identidad política y ética se vuelve problemática. ¿Qué relación puedo establecer con mis huellas digitales o con mi código genético? La nueva identidad es una identidad sin la persona, por así decirlo, en la que el espacio político y ético pierde su sentido y exige pensarse nuevamente desde cero. Mientras que el ciudadano griego era definido mediante la oposición entre lo privado y lo público, el oikos, como el lugar de la vida reproductiva, y la polis, como espacio de la acción política, el ciudadano moderno parece en cambio entrar en una zona de indiferencia entre lo privado y lo público, o, para ponerlo en términos de Hobbes, entre el cuerpo físico y el cuerpo político.
La materialización en el espacio de esta zona de indiferencia es la videovigilancia de las calles y las plazas de nuestras ciudades. Aquí tenemos nuevamente un dispositivo que fue concebido para las prisiones que ha sido extendido al espacio público. Pero es evidente que un espacio público videograbado deja de funcionar como un agora, convirtiéndose en un híbrido entre público y privado, una zona de indiferencia entre la prisión y el foro. Esta transformación del espacio político es ciertamente un fenómeno complejo, que involucra una multiplicidad de causas, y entre éstas el nacimiento del biopoder ocupa un lugar central. La primacía de la identidad biológica sobre la identidad política está claramente vinculada con la politización de la nuda vida en los Estados modernos. Pero no hay que descartar que la equiparación de la identidad social con la identidad corporal comenzó con el intento de identificar a los criminales reincidentes. No hay que asombrarse si hoy la relación normal entre el Estado y sus ciudadanos se define por la sospecha, el registro y control policiales. El principio no dicho que gobierna nuestra sociedad puede formularse de la siguiente manera: todo ciudadano es un terrorista potencial. Pero, ¿en qué acaba un Estado que se rige bajo este principio? ¿Podemos todavía definirlo como un Estado democrático? ¿Podemos incluso considerar que sigue siendo algo político? ¿En qué clase de Estado vivimos hoy?
Como ustedes probablemente sepan, Michel Foucault en su libro Surveiller et punir, así como en sus cursos en el Collège de France, esbozó una clasificación tipológica de los Estados modernos. Él muestra cómo el Estado del Ancien Régime, que él llama Estado soberano o territorial y cuyo lema era faire mourir et laisser vivre, evoluciona progresivamente en un Estado poblacional y en un Estado disciplinario, cuyo lema es invertido ahora en faire vivre et laisser mourir, haciéndose cargo de la vida de los ciudadanos para producir cuerpos sanos, manejables y bien ordenados.
El Estado en el cual vivimos hoy ya no es un Estado disciplinario. Gilles Deleuze sugirió llamarlo “État de controle”, Estado de control, ya que lo que busca no es ordenar ni imponer disciplina, sino más bien gestionar y controlar. La definición de Deleuze es correcta, porque gestión y control no necesariamente coinciden con orden y disciplina. Ningún ejemplo es más claro que el de aquel oficial de la policía italiana quien, luego de los disturbios en Génova en julio del 2001, declaró que el gobierno no quiere que la policía mantenga el orden, sino que gestione el desorden.
Los politólogos norteamericanos que han intentado analizar las transformaciones constitucionales del Patriot Act en las leyes promulgadas luego de septiembre de 2001, prefieren hablar de un Security State. ¿Pero qué significa seguridad en este contexto? Fue durante la Revolución Francesa que la noción de seguridad —sureté, como solían decir— se asoció a la definición de policía. Las leyes del 16 de marzo de 1791 y del 11 de agosto de 1792 introducen así en la legislación francesa la noción de “police de sureté” (policía de seguridad), que inevitablemente tendrá una larga historia en la modernidad. Si uno lee los debates que precedieron a la votación de estas leyes, uno constata que la policía y la seguridad se definen mutuamente, aunque ninguno de los oradores (Brissot, Hérault de Séchelle, Gensonné) pudo definir esas categorías por sí solas.
Los debates se concentraron en la situación de la policía con respecto a la justicia y al poder judicial. Gensonné sostiene que éstos son “dos poderes distintos y separados”; y, sin embargo, mientras que la función del poder judicial es clara, se vuelve imposible definir el papel que juega la policía. Un análisis de este debate muestra que el lugar y la función de la policía es indecidible, y debe permanecer indecidible, ya que si realmente fuera absorbido en el poder judicial, la policía dejaría de existir. Éste es el poder discrecional que aún hoy define la acción del oficial de policía, quien, ante una situación concreta de peligro que atente contra la seguridad pública, actúa, por decirlo así, como un soberano. Pero, incluso cuando éste ejercita su poder discrecional, no está tomando realmente una decisión, ni prepara, como es indicado por lo general, la decisión última del juez. Cada decisión tiene que ver con las causas, mientras que la policía actúa sobre los efectos, los cuales son por definición indecidibles.
El nombre de este elemento indecidible ya no es en la actualidad, como lo fue en el siglo XVII, “raison d’État”, razón de Estado: ahora es más bien “razones de seguridad”. El Estado de Seguridad es un Estado policial: pero, nuevamente, en la teoría jurídica la policía es una especie de hoyo negro. Lo único que podemos decir es que en la así llamada “Ciencia de la policía” que apareció primero en el siglo XVIII, la “policía” se remite a su etimología griega “politeia”, oponiéndose como tal a la “política”. Es sorprendente, no obstante, observar que Policía coincide ahora con su verdadera función política, mientras que el término política [politics] es reservado a la política [policy] exterior. Fue así que Von Justi, en su tratado Policey Wissenschaft, llama Politik a la relación de un Estado con otros Estados, mientras que llama Polizei a la relación de un Estado consigo mismo. Merece la pena reflexionar sobre esta definición: “La policía es la relación del Estado consigo mismo”.
La hipótesis que me gustaría sugerir es la siguiente: al ponerse bajo el signo de la seguridad, el Estado moderno ha abandonado la esfera de la política para entrar a la tierra de nadie, cuyas geografía y fronteras todavía desconocemos. El Estado de Seguridad, cuyo nombre parece remitir a la ausencia de cuidados (securus de sine cura) debe, por el contrario, alertarnos sobre los peligros que supone para la democracia, ya que en él la vida política se ha vuelto imposible, mientras que democracia significa precisamente la posibilidad de una vida política.
No obstante, me gustaría concluir —o mejor dicho, detener simplemente mi conferencia (en la filosofía al igual que en el arte ninguna conclusión es posible, sólo puedes abandonar tu trabajo)— con algo que, por lo que puedo ver ahora, es quizá el problema político más urgente. Si el Estado que tenemos frente a nosotros es el Estado de Seguridad que describí, tenemos que pensar nuevamente las estrategias tradicionales de los conflictos políticos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué estrategia debemos seguir?
El paradigma de Seguridad implica que cada disenso, cada intento más o menos violento de derrocar su orden, se transforme en una oportunidad para gobernarlos en una dirección provechosa. Esto es evidente en la dialéctica que une estrechamente al terrorismo y al Estado en un interminable círculo vicioso. Comenzando con la Revolución Francesa, la tradición política de la modernidad ha concebido los cambios radicales en la forma de un proceso revolucionario que actúa como el pouvoir constituant, el “poder constituyente” de un nuevo orden institucional. Considero que tenemos que abandonar este paradigma e intentar pensar algo así como una puissance destituante, una “potencia puramente destituyente” que no puede ser capturada en la espiral de la seguridad.
Una potencia destituyente de este tipo es lo que Walter Benjamin tiene en mente en su ensayo Para una crítica de la violencia cuando intenta definir una violencia pura capaz de “romper la falsa dialéctica de la violencia fundadora de derecho y la violencia conservadora de derecho”, ejemplificada en la huelga general proletaria de Sorel. “Sobre la ruptura de este ciclo —escribe hacia el final del ensayo— sostenido por las formas míticas de la ley, sobre la destitución de la ley con todas las fuerzas de las cuales depende, finalmente, por tanto, sobre la abolición del poder del Estado, se funda una nueva época histórica”. Mientras que un poder constituyente destruye la ley sólo para recrearla en una nueva forma, la potencia destituyente, en la medida en que depone una vez por todas la ley, puede abrir una verdadera época histórica nueva.
Pensar tal potencia puramente destituyente no es una tarea fácil. Benjamin escribió alguna vez que nada es tan anárquico como el orden burgués. En este mismo sentido, Pasolini en su ultima película hace que uno de los cuatros amos de Salò le diga a sus esclavos: “la verdadera anarquía es la anarquía del poder”. Es justamente porque el poder se constituye a sí mismo a través de la inclusión y la captura de la anarquía y la anomia, que se dificulta tanto tener un acceso inmediato a estas instancias, que se vuelve tan difícil pensar hoy en día en algo como una verdadera anarquía o una verdadera anomia. Considero que una praxis que exitosamente expusiera claramente la captura de la anarquía y la anomia en las tecnologías de gobierno de Seguridad, podría actuar como una potencia puramente destituyente. Una nueva dimensión política verdadera deviene posible sólo cuando podemos captar y deponer la anarquía y la anomia del poder. Pero ésta no es meramente una tarea teorética: implica, antes que nada, el redescubrimiento de una forma-de-vida, el acceso a una nueva figura de esa vida política cuya memoria el Estado de Seguridad trata de cancelar a toda costa.
Giorgio Agamben, Para una teoría de la potencia destituyente, Artillería inmanente, 21/02/2014
* For a theory of destituent power, conferencia pública en Atenas el 16 de noviembre de 2013, organizada por Instituto Nicos Poulantzas y Juventud SYRIZA. Retomo la traducción de Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith, pero con diversas modificaciones, especialmente considerando los conceptos italianos y franceses con los que se expresa usualmente Agamben pero que en esta ocasión tuvo que cambiar para hablar en inglés.