En Francia y también aquí, en Catalunya, el fundamento ideológico de la islamofobia, en el sentido de considerar no a los inmigrantes de origen pakistaní o magrebí no como "racialmente inferiores", como sostendría el viejo racismo biológico, sino "culturalmente inasimilables"..
Vamos por partes. El racismo biológico ya no es la ideología encargada de manera de justificar la exclusión de un grupo humano considerado inferior, ni tampoco hay que atribuirle una responsabilidad mayor en el conjunto de situaciones de discriminación y de intolerancia que se producen en la actualidad. Hoy existen nuevas fuentes racionalizadoras para la desigualdad y la dominación que no se inspiran en razones genéticas, sino en la presunción de que ciertos rasgos temperamentales ‑positivos o negativos‑ son parte inseparable de la idiosincrasia de un grupo humano y permiten una jerarquización moral.
El racismo cultural da por sentado que una cierta identidad colectiva implica unas características innatas, de las que los miembros individuales son portadores hereditarios y que forman parte de un programa similar al genético. En su expresión más trivial, es la noción que invita, por ejemplo, a creer que los gitanos llevan el baile «en la sangre», o los negros el sentido del ritmo, o a afirmar que, vosotros, los italianos son apasionados, los franceses románticos, que los alemanes tienen una mentalidad cuadriculada o los mexicanos son perezosos. Se puede recurrir a las ciencias sociales para reforzar la ilusión de lo que Caro Baroja denominó «el mito del carácter nacional», y las encuestas de opinión contribuyen a reducir a la unidad ‑los «españoles», los «franceses», los «europeos»‑ a un conjunto plural de ciudadanos de un mismo Estado o de habitantes de un mismo territorio. De este modo, puede ofrecerse la confirmación de que a cada comunidad -la religiosa en nuestro caso… le corresponde un determinado conjunto de conductas y puntos de vista.
El racismo cultural desprecia a los otros y atribuye unos rasgos negativos a su identidad étnica, a la vez que elogia las virtudes del temperamento nacional o étnico de su propio grupo. Al defender el derecho a preservar una pureza cultural inexistente, el grupo se protege de cualquier contaminación posible, y para hacerlo, margina, excluye, expulsa o impide el acceso de los presuntos agentes contaminadores. Esto es consecuencia de la preocupación obsesiva del racismo cultural por mantener la integridad y la homogeneidad de lo que considera un patrimonio cultural específico del grupo, que le pertenece de forma exclusiva y que debe proteger. El riesgo constante de lo que suele presentarse como una especie de «etnocidio cultural» puede proceder de instancias políticas superiores: un Estado opresor, o un gobierno demasiado negligente con las «esencias patrias». También puede provenir de vías por las que penetran sutilmente influencias «extranjerizantes», como los mass-media o el cine. Pero sobre todo, el peligro deriva de aquellos que han venido de fuera y que son considerados «inasimilables» por la supuesta cultura anfitriona.
Ese es el caso de los inmigrantes, que muchas veces son presentados como un auténtico ejército de ocupación "cultural". El racismo diferencialista desarrolla una actitud hacia los extraños que sólo es contradictoria en apariencia. Por una parte los rechaza, ya que desconfía de ellos y los percibe como una fuente de suciedad que altera la integridad cultural de la nación. Pero al mismo tiempo los necesita, pues su presencia le permite construir y reafirmar su singularidad cultural.
El neorracismo se presenta muchas veces como defensor de los derechos de los pueblos a mantener su «identidad cultural». En la medida que considera las culturas como entidades inconmensurables, el diferencialismo absoluto viene a confirmar el axioma racista según el cual las diferencias humanas ‑biológicas o culturales‑ son irrevocables. Como el racismo biológico, el racismo cultural permite operar una jerarquización de los grupos coexistentes en una misma sociedad y naturaliza una diferencia ‑es decir, le otorga un carácter casi biológico‑ que se acepta como cultural, pero que se considera determinante, incluso más allá de la voluntad personal de los individuos. El neorracismo puede dignificar las viejas estrategias de la exclusión, justifica sus razones con la preservación de la diversidad cultural y desplaza el discurso grosero y descarado del racismo genético a un plano mucho más indirecto e implícito.
El racismo cultural o étnico aparece asociado al nacionalismo primordialista, es decir, al nacionalismo que presupone la existencia de un talante particular e inconfundible de los que considera incluidos en la nación, en el caso francés los valores asociados a la laicidad republicana, por ejemplo. Mientras las formas abiertas e integradoras del nacionalismo han sido inseparables de las corrientes históricas más progresistas y a menudo han constituido su eje vertebrador, el nacionalismo esencialista se considera autorizado a establecer quién y qué debe ser homologado como «nacional», y también quién y qué debe ser considerado ajeno, incompatible, y en consecuencia, excluido. Históricamente, ha sido frecuente un proceso en el que ciertas formas de nacionalismo esencialista desembocaban en movimientos populistas y fascistas, pero en la actualidad se sitúa con eficacia en la base de las políticas conservadoras en Europa, para advertir del supuesto peligro que representan los inmigrantes sin tener que recurrir a los tópicos desprestigiados del racismo clásico. El papel que juega Le Pen y su partido en Francia es, en efecto un exponente espectacular de ello.
Esta capacidad de las nuevas formas de racismo de dar continuidad por una vía más sutil a los argumentos del racismo biológico se ha hecho evidente en Estados Unidos. Las luchas a favor de los derechos civiles, la incorporación de individuos no anglosajones a las clases medias y el fin de la segregación escolar han hecho caer en desuso los antiguos estereotipos que servían para descalificar a las minorías «raciales» o étnicas. A pesar de eso, la hostilidad contra los negros o los hispanos se ha desplazado hacia una crítica contra la discriminación positiva que beneficia a estas minorías ‑como pasa con las mujeres‑, con el argumento de que abusan del estado del bienestar y pervierten los valores del «estilo de vida americano», al malograr el sistema de la libre competencia.
(…) el fundamentalismo cultural insiste en que quien aspire a ser considerado «uno de los nuestros» debe someterse al molde unificador de los que se consideran depositarios de una «cultura nacional» metafísica ‑la Kulturnation romántica‑, de una situación prístina que, según el nuevo racismo diferencial, existía «antes» de la llegada de los forasteros, y que ahora se encuentra amenazada por la presencia contaminante de estos forasteros. Así, el grado de adhesión a la supuesta cultura esencial de un país permite distribuir en términos «étnicos» los grados de ciudadanía política, de los cuales dependerán a su vez los diversos niveles de integración-exclusión socioeconómica. Esta forma flexible de racismo permite conceptualizar de forma razonada ‑conviene insistir‑ la necesidad de prescindir de aquellos principios igualitarios que se presumían inviolables.
Así, los inmigrantes del mismo Estado o de la CEE, por ejemplo, merecen un derecho a la ciudadanía nominalmente completo ‑son del país todos aquellos que «viven y trabajan en él»‑, pero recibirán un estatuto especial, ya que su «integración cultural» insuficiente los convertirá en unos miembros étnicamente inacabados o incompletos. Ese es el caso de los charnegos en Catalunya según el nacionalismo esencialista. En cuanto a los inmigrantes procedentes de países extracomunitarios, su destino consiste en ser situados en los márgenes, o bien más allá de los límites de lo que se considera el núcleo más irrenunciable de la cultura autóctona, y por tanto, su exclusión del derecho a la ciudadanía queda completamente justificada. De ahí a, como estamos viendo aquí o en medio mundo a partir del 11S, a la persecución policial ya no hay más que una paso, un paso que ya se ha dado.
Manuel Delgado, Sobre racismo y fundamentalismo culturales, El cor de les aparences, 22/02/2014