A las fracciones antineoliberales del campo trabajo, en el conjunto de la sociedad, tal vez no les guste mucho esta perspectiva, pero también tienen muy claro que un ser humano sin trabajo no es un ser humano. Anclados con nostalgia en la era de posguerra del trabajo fordista de masas, no piensan en otra cosa que en resucitar esos tiempos pasados de la sociedad del trabajo. El Estado se tendría que volver a encargar de aquello que el mercado no puede cubrir. La pretendida normalidad de la sociedad del trabajo se tendría que seguir simulando con «programas ocupacionales», trabajos forzados comunales para receptores de ayudas sociales, subvenciones a enclaves económicos, endeudamiento y otras medidas políticas. Esta planificación estatal del trabajo reavivada sin convicción no tiene la menor posibilidad de éxito, pero sigue siendo el punto de referencia ideológico para amplias capas de la población amenazadas por el desmoronamiento. Y justamente por la desesperanza en la que se fundamente, la práctica que se deriva de la misma es cualquier cosa menos emancipadora.«Cualquier trabajo es mejor que ninguno.»
Bill Clinton, 1998
«Ningún trabajo es tan duro como ninguno.»
Lema de una exposición de carteles de la Oficina Federal de Coordinación de las Iniciativas de Parados de Alemania, 1998
«El trabajo voluntario debería ser recompensado, no retribuido [...] Pero quien realiza un trabajo voluntario se libra además de la mácula del paro y del receptor de ayuda social.»
Ulrich Beck, El alma de la democracia, 1997
La transformación ideológica del «trabajo escaso» en el primer derecho del ciudadano excluye, consecuentemente, a todos los no-ciudadanos. La lógica social de selección no es, por lo tanto, cuestionada, sino definida de otra manera: la lucha por la supervivencia individual será suavizada mediante criterios étnico-nacionalistas: «calandrias autóctonas sólo para los autóctonos», grita el espíritu del pueblo reencontrado de nuevo en comunidad gracias al amor perverso al trabajo. El populismo de derechas no le pone reparos a esta conclusión. Su crítica a la sociedad de la competencia sólo conduce a la limpieza étnica en las zonas en retroceso de la riqueza capitalista.
Frente a esto, el nacionalismo moderado de cuño socialdemócrata o verde quiere que los inmigrantes laborales de larga duración cuenten como los autóctonos e incluso darles la nacionalidad, si demuestran un buen comportamiento agradecido y garantizan su mansedumbre. Claro que así se puede legitimar popularmente tanto mejor la exclusión acentuada de refugiados del Sur y del Este, y realizarla tanto más silenciosamente; naturalmente, todo envuelto siempre en un torrente de palabras de humanidad y civismo. La caza humana de «ilegales» que se quieren hacer con puestos de trabajos nacionales, no debería dejar, en la medida de lo posible, feas manchas de sangre y fuego en suelo alemán. Para eso está la policía de fronteras, la policía nacional y los países parachoques del territorio Schengen, que lo solucionan todo según la ley y el derecho y tanto mejor si están lejos las cámaras de televisión.
La simulación estatal del trabajo ya es violenta y represiva de por sí. Está al servicio de la voluntad incondicional de mantener con todos los medios disponibles el dominio del ídolo trabajo aun después de su muerte. Este fanatismo burocrático-laboral no permite a los excluidos, a los parados y a los carentes de oportunidades, y a los que se niegan a trabajar por buenos motivos, disfrutar de un poco de tranquilidad ni siquiera en los resquicios restantes, ya de por sí lamentablemente estrechos, del Estado social en descomposición. Trabajadores sociales y mediadores de empleo les arrastrarán bajo las lámparas de interrogatorio estatales, y se verán obligados a humillarse públicamente ante el trono del cadáver reinante.
Si ante los tribunales suele valer el principio de «inocente mientras no se demuestre lo contrario», en este caso el peso de las pruebas se invierte. Si en el futuro no quieren vivir del aire y del amor al prójimo, los excluidos tendrán que aceptar cualquier trabajo sucio y de esclavos y cualquiera de las «medidas de ocupación», por muy absurda que parezca, para demostrar su disposición incondicional a trabajar. Da igual si la tarea que han de realizar sólo tiene un sentido remoto o si representa una absurdidad absoluta. Lo importante es que sigan en movimiento permanente para que no olviden cuál es la ley que rige sus vidas.
Antes los hombres trabajaban para ganar dinero. Hoy en día el Estado no repara en gastos para que miles de personas simulen el trabajo desaparecido en peregrinos «talleres de entrenamiento» y «empresas ocupacionales», a fin de mantenerse en forma para «puestos de trabajo» normales que no van a conseguir nunca. Cada vez se inventan «medidas» nuevas y más estúpidas solamente para hacer ver que la calandria social, que gira vacía, puede seguir funcionando eternamente. Cuanto menos sentido tiene la obligación de trabajar, tanto más brutalmente se machaca a la gente con que tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente.
Desde este punto de vista, el «nuevo laborismo» y sus imitadores en el mundo entero han demostrado ser del todo compatibles con el modelo neoliberal de la selección social. Mediante la simulación de «ocupación» y ese querer aparentar un futuro positivo de la sociedad del trabajo se crea la legitimación moral para enfrentarse con mayor dureza a los parados y a los que se niegan a trabajar. Al mismo tiempo, el trabajo forzoso estatal, las subvenciones a los sueldos y los llamados «trabajos voluntarios no remunerados» rebajan cada vez más los costes laborales. De esa forma, se favorece un sector creciente de sueldos bajos y trabajo de miseria.
La llamada política laboral activa, según el modelo «new labour», ni siquiera preserva a los enfermos crónicos y las madres solteras con niños pequeños. Quien reciba ayuda del Estado no se librará de las asfixiantes garras de la burocracia hasta llegar al nicho con su nombre estampado. El único sentido de esta persistencia impertinente es desanimar al máximo de gente posible de realizar reclamaciones al Estado, y enseñar a los excluidos instrumentos de tortura tan repugnantes que hagan aceptable, en comparación, cualquier trabajo miserable.
Oficialmente, el Estado paternalista empuña el látigo sólo por amor y siempre con la intención de educar con rigor a sus hijos considerados «mandrosos», en nombre de un futuro mejor para ellos. En realidad, todas las medidas pedagógicas tienen única y exclusivamente el fin de sacar a los clientes a palos de su casa. ¿Qué otro significado podría tener obligar a los parados a trabajar en la recogida de espárragos? El objetivo es que desbanquen allí a los trabajadores polacos, que sólo se conforman con el salario de miseria porque al cambio les supone una retribución aceptable en casa. Pero a los trabajadores forzados ni se les ayuda ni se les abren nuevas «perspectivas laborales» con estas medidas. Y también para los dueños de los campos de espárragos resultan sólo una fuente de problemas los desganados doctores y trabajadores especializados con los que son agraciados. Pero si después de una jornada de trabajo de doce horas en la tierra madre alemana, a alguien se le ocurre, de pura desesperación, que igual no estaría tan mal la idea de abrir un puesto de perritos calientes, la «ayuda a la flexibilización» habrá demostrado el efecto neobritánico deseado.
Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo [www.krisis.org]