Es fama que
Marcel Proust pensaba que cada día "viviría por última vez"; y, en algún momento, acaso consciente de que resumía una estética, hizo saber a su amigo Willie Heath que "los enfermos se sienten más cerca de su alma". Por supuesto,
Cyryll Connolly decía que la mala salud ayuda a que el artista toque sus entrañas y se vuelva clarividente, una extensión, por supuesto, de la
pathetic-fallacy de inspiración romántica que mucho arraigó en las generaciones de la entreguerra europea. En uno y otro caso lo que se afirma es que la enfermedad es una forma de conocer y, sobre todo, de conocerse. La enfermedad exacerba el poder de los sentidos y permite penetrar en sus secretos, al así hacerlo, afila la mirada introspectiva y agudiza la sensibilidad, estimulando la locuacidad de la inteligencia y la facundia de las emociones. La hipersensibilidad febril, o su contrapunto, la hipersensibilidad vidriosa, entonces, son dones de la enfermedad que aguijonean tanto el escrutinio de los sueños y las alucinaciones, unos dominios en los que reverbera la zona irracional que auxilia en la tarea iluminadora de la creación, como la perspicacia crítica extrema que sirve de palanca a las facultades del intelecto.
Danubio Torres Fierro,
El artista, la mala salud y la muerte, Claves de Razón Práctica, nº 153, junio 2005