En este preciso momento de la historia están ocurriendo hechos que nunca consideraremos históricos, ni siquiera quizá de nuestra propia historia. Al margen de la cuestión de si los hechos acaecen como hechos, ya
Paul Veyne nos recuerda
Cómo se escribe la historia y los procesos y procedimientos para que eso ocurra, y lo cierto es que en numerosas ocasiones lo que nos pasa no es al respecto para tanto. Nos pasa tanto que prácticamente le cuesta suceder y venir a ser un hecho que merezca una singular memoria y, menos aún, calificarse de un acontecimiento. A veces, ni alcanza para una historia de la vida cotidiana. No por su vulgaridad, ni simplemente por su irrelevancia, sino sencillamente porque es taninminente y sencillo, como a la par resulta inapreciable. Puede ser decisivo, pero se entierra en un silencio sepulcral. Sin relato y sin apenas dejar huellas para el recuerdo.
De ahí no se deduce que hayamos de restarle importancia, simplemente se trata de abrir espacios para cuanto acostumbra a tener cerradas la puertas de la historia. Esta grandilocuente expresión confirma a la par que los hechos brillan como tales en el seno de un relato y que precisamente también hay hechos sin relato, hasta el punto de que propiamente les cuesta confirmarse como tales hechos. Y más aún comprenderse, ya que lo que realmente se comprende es la trama en la que quedan insertos. Eso supone su efectiva asunción como tales hechos. Hay, por tanto, toda una elaboración mediante la cual algo viene a ocurrir efectivamente y que no se reduce simplemente a que pase. Incluso tiene que llegar a ser pasado, esto es, a pasarnos, para merecer tan consideración.
No pocas veces hay olvido y apenas posibilidad. La puerta cerrada procura las condiciones para que algo no llegue a incorporarse a lo que llamamos suceder, salvo que acceda a la categoría de suceso. No por eso deja de ser vida. No ya la que
Ricoeur considera como “un relato en busca de narrador”, sino ahora la de un narrador en busca de relato. Sin embargo, quizás, aquel que no pase de ser una confidencia. Aquel que no siempre se articula con dirección y sentido, obra de una intención de autor. Más parece uno verse involucrado en sus propias actuaciones, las cuales, con una alarmante naturalidad, se suceden como tareas, comofaenas, como labor. Hay poco que contar, salvo que nos limitemos exactamente a eso, a contarlas.
Inapreciables, insignificantes, los episodios se prodigan como estampas y retablos sin apenas espectador, sin lectura, sin mirada. Se espacializa la duración hasta el extremo de propiamente detener el tiempo. Ni avanza, ni retrocede, aunque circula. Se extiende o se repliega en horas dilatadas, que, como señala
Platón, solo cabecompartir con quien ha sido asimismo mordido por la misma serpiente y se le ha inoculado el mismo veneno. Únicamente alguien así podría hacerse cargo, incluso comprenderlo.
La influencia de estos silencios del tiempo en la conformación de quiénes somos o hayamos de ser es determinante. Todo se iguala hasta tales extremos que se percibe la tensión de que cualquier menor incidente podría pasar a ser un verdadero evento. Y entonces cabría vislumbrar un relato por venir que, en esa medida, alcanzaría la notoriedad de un hecho. Un gesto, una mínima palabra merecerían considerarse singulares. Y una auténtica panoplia de aventuras y de peripecias se desarrollaría sin apenas desplazamiento alguno. Cerrada la puerta, todo deviene escenario. Y es cuestión de actuar.
Al salir a escena, como bien recuerda
Descartes, enmascarado, larvatus prodeo, no se trata de un disfraz, sino de una auténtica representación, aquella en la que uno mismo consiste. Y semejante salir no es siempre una mera puesta en público, es una puesta en acción en la que alguien se constituye en el efectivo acontecimiento, el gesto por el que irrumpe a ser él mismo, ella misma. Se sale, en el mejor de los casos, hacia sí. Con ello, se permanece en la actuación.
Conviene no precipitarse, por tanto, a la hora de entronizar los momentos estelares de la propia vida. Hay hitos que marcan, sin duda, como mojones entre peripecias, que indican y señalan, que dirimen y definen, que conforman la urdimbre de una biografía. Ahora bien, los hilos que la tejen no siempre se traman en un bastidor.
Puestos a granar o desgranar los avatares que constituyen nuestra existencia, aquellos que nos van configurando, apenas podríamos balbucear un conjunto de noticias, mientras la puerta cerrada mantendrá en efecto encerrados para nosotros mismos los perfiles que dibujan cuanto somos y que no merecen demasiadas explicaciones. En todo caso, comprensión. Para empezar, la nuestra. Mientras tanto, otras clausuras, no siempre explícitas, hacen su labor para paulatinamente mantener a buen refugio y caudal cualquier atisbo de acción con incidencia. Estamos tan ocupados en velar nuestro propio descanso que ya no precisamos de más vigilante atención.
De ser así, miraremos lo que sucede, siempre lejos, siempre fuera, en una realidad en todo caso exterior. El único interés alentado procederá de lo que se introduce cada vez menos subrepticiamente en nuestra existencia y nos advierte,avisa, informa y conforma. Prácticamente, se entromete por todas las comisuras y busca incorporarse en lo que somos. Entra por la ventana más indiscreta, la más próxima, dado que la puerta parece cerrada. Y nos alcanza. Y nos promete su alivio, el de los hechos, el de los sucesos, el de los acontecimientos, importantes, interesantes, el de otras vidas, el de otra vida. No solo que esta. Otra vida que la nuestra. Es lo que tiene ser vistos por lo que miramos. Vistos y previstos.
Ángel Gabilondo,
Con la puerta cerrada, El salto del Ángel, 09/05/2014