Los monstruos, en su deformidad implícita, encarnan la fragilidad humana, las anomalías de la carne y el espíritu, pero sobre todo del cuerpo. A diferencia de los fantasmas, los monstruos pertenecen al mundo material, son tangibles y más que diferentes: únicos. Se saben rechazados, defectuosos. Por eso los que más nos gustan son aquellos que poseen cierta dimensión trágica. No importa que tan repulsivos sean, nos vemos reflejados en su soledad y tristeza. Todos somos el Dr. Jekyll, pero también, y al mismo tiempo, somos Mr. Hyde.
En mi caso, y como bien podía esperarse de alguien que creció en tierra de monstruos, me convertí en un hombre lobo adolescente. Fui la criatura que llegó a romper el orden establecido en mi familia. Mi cuerpo en continuo cambio no ayudaba mucho, era larguirucho y flaco, tenía acné, el vello me crecía sin orden sobre la cara y otras partes. No era la única broma que me jugaba la química corporal. Comía demasiado, me deprimía y me excitaba fácilmente. Había cierta violencia contenida en mis ademanes, y me gustaba saber que mi comportamiento y mi aspecto escandalizaban a la gente; que mi música era molesta e incomprensible para mis padres, que el cine que veía y los libros que leía resultaban extravagantes y algunas veces grotescos para los demás, incluso si tenían mi edad. Mi monstruosidad fue arma y refugio, pero sobre todo cuestión de tiempo. Un día me corté el cabello, se me cayeron las garras, y aunque me gustaría decir que la bestia se fue no apostaría por ello.
El cine nos enseña que los monstruos pierden poder cada que aparecen en la pantalla, y que con los años se convierten en caricatura, en el bufón de la corte. Así es como nos adueñamos de ellos. Los ridiculizamos con la esperanza de mantenerlos lejos, de convertirlos en un juego infantil. Como criaturas adultas que somos, abrumadas por lo inmediato y las responsabilidades, hacemos todo lo posible para no enfrentarnos con cosas que pongan en entredicho la realidad que hemos levantado a nuestro alrededor. Pero no importa cuántas bromas y parodias hagamos a su costa, el simbolismo del monstruo es tan fuerte que incluso cuando nos causan risa nos recuerdan que siguen allí, agazapados en algún recoveco, y que más nos valdría no olvidarlo.
Rodolfo JM,
Las manifestaciones del horror. Yo fui hombre lobo adolescente, Letras Libres, 11/09/2014