El biólogo
Charles Darwinpensaba que estudiar a los primates aportaba más información sobre la naturaleza humana que leer al mismísimo
John Locke. Sin menospreciar al filósofo, creo que
Darwin tenía razón, porque si tenemos en cuenta que el origen de la vida sucedió hace 4.500 millones de años, y que nos separamos de los chimpancés y bonobos hace unos cinco millones de años, ello implica que hemos sido el mismo organismo, es decir, el mismo animal durante los 4.495 millones de años restantes. Por si fuera poco, compartimos el 98 por ciento del ADN con ellos, junto a la constatación de que nuestros cerebros son casi idénticos en estructura y química.
Con el historial de evolución y genética compartido que tenemos, es de esperar que muchos comportamientos sean similares. Analizando lo que hacen otros primates, podemos rastrear las raíces de aspectos tan cotidianos como ¿por qué somos cotillas?, ¿estafan los primates a sus compañeros?, ¿de dónde viene la admiración por Messi?, o ¿por qué nos sentimos incómodos en un ascensor? Pero también proporcionan información práctica y sugieren soluciones a temas que preocupan mucho a la sociedad actual, como por ejemplo la prevención de la violencia de los machos o cuáles son los elementos de un buen liderazgo. Además, por experiencia, sé que las personas identificamos mejor la esencia de los fenómenos cuando los observamos en primates. Aunque también mienten y poseen cultura, no realizan sofisticadas maniobras de distracción con palabras, joyas y atuendos. La conclusión es que cuanto más aprendemos de los otros primates, más sabemos sobre los humanos. La referencia que proporciona el estudio de otras mentes activas es la llave más importante que poseemos para la comprensión de la caja negra que representa nuestra especie. Creo que todas éstas son buenas razones para que recorramos juntos los últimos millones de años y pongamos a prueba al mono que todos llevamos dentro.
Pablo Herreros Ubalde,
Yo mono, Ediciones Destino, Barna 2014