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Pero si nacemos altruistas… ¿por qué vemos crueldades en la televisión día sí y día también? En experimentos similares posteriores realizados por el mismo equipo, se quería saber si los niños escogerían con quién cooperar. Esta vez era posible elegir a quién ayudar y a quién no. Los resultados mostraron que es alrededor de los tres años de edad cuando se desarrolla en los niños la capacidad de ser selectivo y decidir si ayudar o no. Pero aún más interesante es el hecho de que premiaban a los que habían sido generosos con terceros: ¡el altruismo generaba más altruismo!
Esto quiere decir que pronto aprendemos a ser selectivos respecto a quien ayudamos. Moldeamos nuestro comportamiento dependiendo de cómo se comportan los que nos rodean. Después, las circunstancias personales, la socialización y la cultura favorecen o reprimen estas tendencias altruistas iniciales, pero, sorpresa… ¡Están ahí y forman parte de nosotros desde hace millones de años! Esta dualidad entre la cooperación y el egoísmo es de sentido común, porque es peligroso ser generoso en un lugar en el que todos son egoístas. En esta situación, la mejor estrategia obviamente es ser también egoísta. Ser flexibles en función del entorno es fundamental para seguir con vida.
Pero esta flexibilidad con la que nos dotó la naturaleza a los primates es también la causa de lo peor y de lo mejor que hacemos. Los humanos somos agresivos y egoístas, pero también generosos, y nos preocupamos por el bienestar de los que nos rodean. Llevamos a cabo los actos más bellos y altruistas pero al mismo tiempo los más detestables y destructivos. Por esta razón, De Waal nos califica precisamente de «monos bipolares».
Pablo Herreros Ubalde, Yo mono, Ediciones Destino, Barna 2014