El Roto |
En la reciente crisis provocada en España por el primer contagio del ébola en territorio europeo (y que aquí sólo observaré en su dimensión mediática, puesto que por lo que hace a la dimensión sanitaria comparto los miedos y las esperanzas del resto de mis conciudadanos), la palabra fetiche ha sido, desde el primer momento, “protocolo”. En la primera (y desastrosa) rueda de prensa que la ministra de Sanidad presidió poco después de conocerse la noticia, todos los protagonistas repitieron el término como si se tratase de un conjuro que les liberase de cualquier responsabilidad (“a mí no me miren, yo he seguido el protocolo”), y los asistentes tomaron buena nota, hasta el punto de que durante los tres o cuatro días siguientes todo fue hablar de los protocolos y los protocolos, y hasta en un intento desesperado de proporcionar a los telespectadores una imagen (pues sin imagen no hay televisión) de un concepto tan adusto y circunspecto que buena parte de la audiencia asociaba únicamente a las actividades diplomáticas o a la etiqueta, se intentó ilustrar el significado de tan egregia palabra mostrando repetidamente en los platós a personas que se ponían y se quitaban un engorrosísimo traje de seguridad, acompañando las imágenes de unas explicaciones semejantes a las que da el personal de vuelo a quienes van a viajar en avión sobre el uso del chaleco salvavidas, como si los espectadores tuvieran que memorizar tales instrucciones para evitar el contagio.
Nos hemos ido enterando de que se llaman “protocolos” médicos a las reglas de actuación que los profesionales sanitarios deben seguir en una determinada circunstancia para garantizar la seguridad, la eficacia y, en casos como el que nos ocupa, además la salud pública. Nuestras vidas, si nos fijamos, están llenas de “protocolos”: hay algunos que gobiernan los pasos que debe dar un mecánico en un taller de automóviles a la hora de hacerse cargo de un vehículo, o los pasos que ha de seguir un pinche de cocina para confeccionar un plato combinado en un restaurante de comida rápida, hay otros para los conductores de autobuses, para los asesores bancarios y para los maquinistas de tren, para los inversores bursátiles y para los agentes inmobiliarios. Los hay, en suma, para todo aquello que puede reducirse a una serie iterativa de reglas explícitas rigurosamente pensadas para minimizar el error. De tal manera que no solamente cuando se produce una infección hospitalaria, sino también un descarrilamiento ferroviario, una intoxicación alimentaria, un accidente de tráfico, una estafa al fisco, la quiebra de una entidad financiera o el estallido de una burbuja inmobiliaria, todos los dedos apuntan en una misma dirección: en algún punto se ha roto el protocolo. También puede que este tenga fallos, desde luego, pero en tal caso se reforma para hacerlo más exigente y excluir los errores, de tal manera que si algo sucede siempre se deberá a un fallo humano (puesto que no se pueden sustituir los seres humanos por otras entidades más fiables). Mi padre, que siempre tuvo querencia por los chistes de mal talante, solía contar, cuando se convirtió en enfermo crónico, este chascarrillo: “La operación ha sido un éxito, pero el paciente ha muerto”. Era su manera de advertir contra la confianza ilimitada en los protocolos, algo que ya nos enseñaba Tucídides cuando, tras narrar la formidable oración fúnebre en la que el gran político Pericles elogiaba las virtudes de los atenienses y su capacidad de previsión racional de todas las eventualidades, nos revela que, poco después de aquel discurso, el propio Pericles murió víctima de una eventualidad no prevista, la peste de Atenas. Y todos recordamos las excusas de Eichmann cuando fue juzgado por su participación en la solución final de los campos de exterminio nazis: “He seguido todos los protocolos”, vino a decir.
No podríamos vivir sin protocolos, pero tampoco podríamos hacerlo sólo con ellos, puesto que hay muchas cosas en la vida, y acaso no las menos importantes, que no se dejan reducir a una colección encadenada de reglas explícitas. No hay protocolos para escribir Madame Bovary, para pintar Les demoiselles d’Avignon o para componer la Sinfonía nº 40 de Mozart, no los hay para tocar como B.B. King o para hacer reír como Buster Keaton, ni siquiera los hay que sirvan para dictar una sentencia justa en un tribunal, para leer comprensivamente la Monadología de Leibniz, para hacer una buena paella o para obrar con sentido común cuando hay que tomar una decisión grave. En todos esos casos, hay que aceptar un riesgo. Es lo que hacen las personas que atienden a los enfermos del ébola en todo el mundo. Personas que, por tanto, hacen mucho más que seguir estrictamente los protocolos.
José Luis Pardo, El protocolo como fetiche, Babelia. El País, 25/10/2014