Los 162 pasajeros que murieron estrellados contra el mar en el accidente del Air Asia acaso estuvieran vivos si el piloto no hubiera sido tan respetuoso con las tecnologías modernas.
Los pilotos (como los médicos, como los controladores del metro, como los conductores de coches, como los directores de la televisión andaluza) son cada vez más disciplinados servidores de las órdenes que reciben desde las pantallas. De este modo puede ocurrir, como ocurre, que un conductor obedeciendo al GPS llegue a un lugar indeseado, que un médico guiado por los diagnósticos del sistema pase por alto indicios más graves o que las campanadas de fin de año no suenen en la televisión andaluza.
Un libro, Atrapados (Taurus, 2014), llama la atención sobre este grave fenómeno de humillante dependencia. Los profesionales se fían más de los artefactos que de su ojo, su pericia o su sentido común.
El siniestro del vuelo QZ801 sobrevino después de que el comandante pidiera permiso para elevarse de los 9.800 metros a los 11.600 y sortear así las malas condiciones meteorológicas de su ruta asignada. No se conoce si obtuvo o no este permiso pero, en todo caso, tuvo que intervenir urgentemente con sus manos sobre los mandos y olvidarse de los comandos. Pero en ese momento (quizás) ya se había olvidado de cómo emplear las manos para actuar.
Lo automático mata. O puede matar como el dispositivo automático que llevó en el buque Blue Sky M, de bandera moldava, a los inmigrantes hasta Italia entre olas trágicas. La automatización —en el mejor de los supuestos— libera la mente para otras tareas importantes, pero también la adormece para improvisar una estratagema audaz.
Si el médico ha dejado a un lado su ojo clínico y pide numerosas pruebas, si el chófer descuida el itinerario y se entrega al Tonton,si el maquinista se fía más de lo ingeniado que de su ingenio, ¿qué hacer? ¿Sucumbir a esta creciente tendencia de la automatización castrante? El libro de
Nicholas Carr habla de “atrapados”, aunque muy pronto no será exagerado hablar de condenados.
Los luditas se aprestaban a destrozar máquinas en el siglo XIX invocando el derecho de los obreros a tener trabajo y no ser marginados en nombre del progreso. Este odio de los luditas contrasta con la pasión de los futuristas por las máquinas; y de las dos culturas, en distintos grados, se participa hoy. Los ecologistas con su deriva en las
slow cities son luditas mientras los BoBos y sus domóticas serían en parte futuristas.
“La casa es la máquina de vivir” decía le Corbusier. Una burrada propia de su misma aspereza y de su misma época. El primor y los materiales cariñosos, la ornada calidad de las vidas y la reordenación del sentido del placer hacen concebir un mundo que sería mejor con la tertulia profesional (o en Red) que con la automatización solipsista. No obstante y aún pareciendo esta cultura deseable, a su lado se multiplican hoy los récords y los gigas, la alta velocidad y los clicks, las especies de todos los speeds sintéticos y el vano arrojo cotidiano que nos sume en el pasmo del infarto.
Vicente Verdú,
La máquina que mata, El País, 2015