En Modesto (California), el 12 de diciembre de 2002, Cary Stayner, de 41 años, fue sentenciado a muerte por inyección letal. Tres años antes había matado a Carole Sund, de 42 años, su hija Juli, de 15, y una amiga argentina, Silvina Peloso, de 16, durante un viaje turístico de esas tres mujeres al parque Nacional de Yosemite. No fueron sus únicas víctimas, pues anteriormente en el mismo entorno había asesinado y decapitado a Joie Ruth Armtrong, una naturalista de 37 años. En el sumario había datos sobre otros de sus posibles asesinatos, pero no pudieron confirmarse. Los alegatos de la defensa, apelando a una supuesta enfermedad mental del acusado, fueron desestimados. Los familiares de las víctimas y los miembros del jurado lloraron cuando se dio a conocer la sentencia. Hasta el propio juez, Thomas Hastings, estaba emocionado.
Cuando el asesino aún no había sido descubierto, yo estaba de vacaciones en San Francisco, con mi esposa y mis dos hijos. Desde España, habíamos reservado una cabaña para pasar una semana en la zona del Parque Nacional de Yosemite donde después supimos que se estaban cometiendo los asesinatos. Cada día, los titulares del San Francisco Cronicle, informando sobre los mismos, nos ponían los pelos de punta. Cuando estábamos a punto de desistir de esa estancia, el asesino fue por fin capturado. Era un hombre de 38 años que trabajaba en uno de los moteles de entrada al Parque. Su conducta ordinaria era intachable: sus compañeros y los clientes se resistían a creer que habían convivido con un asesino en serie, con un psicópata.Pero las investigaciones del FBI, los antecedentes y las confesiones del propio Stayner no dejaban lugar a dudas. Desde los 7 años vivía obsesionado por la violencia y la idea de matar mujeres. La historia, desgraciadamente, se repite, pues casi a diario nos desayunamos con la noticia del cruel asesinato de alguna mujer por parte de su pareja masculina o con otras muertes o agresiones violentas perpetradas por razones económicas, de rivalidad, mafiosas o incluso ideológicas.
¿Qué nos pasa? ¿Por qué nos volvemos violentos? ¿Llevamos la violencia en los genes y en nuestra herencia biológica o aprendemos a ser violentos? Los estudios y hallazgos científicos pueden ayudarnos a responder a algunas de estas preguntas. El comportamiento violento puede resultar de una mente distorsionada, irracional, que siente y ve las cosas de manera diferente a las demás personas. Aunque no siempre muestran su personalidad antisocial, los psicópatas son individuos sin empatía, incapaces de sentir culpabilidad o remordimiento por haber cometido sus crímenes. Suelen ser asertivos, hábiles y egocéntricos, despreocupados por las consecuencias negativas de sus actos. Tienen dificultad para controlar sus impulsos y tomar decisiones racionales. En situaciones emocionales intensas son individuos que no muestran las respuestas típicas de las personas normales, como ponérsele la piel de gallina con sólo imaginar una tragedia ajena, o incluso propia.
Algunos criminales violentos pueden tener también creencias erróneas, diferentes a las de las personas normales, sobre la propia violencia y sus efectos. Las personas normales pueden experimentar también todos o parte de esos trastornos de manera transitoria y en menor grado, o tener sentimientos, impulsos y reacciones emocionales desmesuradas e incontrolables, producidas por celos, envidias, rivalidades u odios, puntuales o endémicos. Sería el caso de los asesinos pasionales, o de muchos adolescentes y adultos violentos. Las amenazas, las agresiones verbales y la violencia física de menor entidad (insultos, insinuaciones comprometedoras, acusaciones infundadas, ironía hiriente, o medias bofetadas) en las trifulcas cotidianas entre personas normales en ambientes familiares, escolares, laborales, deportivos y sociales en general, también pueden ser resultado de estados mentales irracionales transitorios. Pero, ¿por qué se altera la mente?
La mente se altera porque se altera el cerebro. Tumores, lesiones cerebrales, déficit o cambios permanentes o pasajeros en la química del cerebro pueden estar en el origen de los trastornos. Adrian Raine, especialista norteamericano en investigación de la psicopatía, ha observado que algunos individuos que han cometido crímenes violentos tienen más pequeña y menos activa la corteza prefrontal, que es la parte del cerebro implicada en el razonamiento y el control emocional. Los individuos con esas alteraciones pueden perder la capacidad de frenar sus impulsos agresivos y también la de imaginar las consecuencias de comportarse violentamente.
Pero aunque el cerebro tenga un aspecto normal, pueden fallar las sustancias químicas de las que depende su funcionamiento. Entre las muchas implicadas en la agresividad y la violencia, destaca la serotonina, una sustancia que estabiliza las funciones nerviosas modificando la sensibilidad del organismo tanto a los riesgos como a las ventajas ambientales cuando las circunstancias lo requieren. Las personas muy impulsivas y agresivas suelen tener menos serotonina en su cerebro que las que son pacíficas y normales. El comportamiento violento se puede reducir administrando drogas como el Prozac, que mejoran el funcionamiento de la serotonina cerebral. De ello se deduce que la conducta violenta podría estar al menos en parte causada por bajas concentraciones de serotonina o déficit en su eficacia funcional en el cerebro.
Ese tipo de anomalías cerebrales pueden tener un componente heredado, pues en las personas vemos muchas diferencias en temperamento agresivo que se manifiestan ya en edades muy tempranas. En estudios con gemelos, se ha observado que si un individuo es impulsivo e insensible la probabilidad de que su hermano gemelo también lo sea es mayor que si no fuesen gemelos y tuviesen una herencia genética diferente. Y aunque una mala educación o los ambientes marginales y depauperados influyen también decisivamente en la violencia, no todos los individuos que se crían y educan en esas condiciones acaban siendo violentos. En realidad sólo lo son una minoría. Y tampoco es cierto que no haya individuos violentos entre los educados en ambientes más prósperos y refinados.
Aquí como en otros ámbitos de estudio del comportamiento humano lo sensato es asumir la doble e interactiva influencia de los factores biológicos y ambientales. El ambiente es como el terreno y el abono en el que va a cultivarse una semilla de determinada naturaleza y el resultado va a depender siempre de la interacción entre ambas cosas, terreno y semilla. Es innegable, por ejemplo, que la reiterada exposición a películas o juegos de vídeo de contenido violento aumenta la conducta agresiva, especialmente en los más jóvenes y los adolescentes. Especialmente preocupante es un estudio de la Universidad norteamericana de Yale que muestra que los adolescentes expuestos a juegos de vídeo violentos pueden aprender a percibirse a sí mismos como personas violentas. Del mismo modo, los individuos que habitualmente no controlan sus impulsos son también los más vulnerables a los efectos sobre la violencia del consumo de alcohol y otras drogas adictivas.
Ignacio Morgado Bernal,
¿Qué hay en el cerebro y la mente de los violentos?, Scilogs. Investigación y ciencia, 13/01/2015