El Roto |
Don Antonio María Rouco Varela, canonista implacable, no quiso caer en melindres retóricos cuando, esgrimiendo el Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, afirmó que daba igual qué estudiaran los alumnos reacios a la oferta católica, pero que algo debían estudiar, en sintonía, cabe suponer, con lo que pasaba en los cuarteles, donde, no siendo obligatoria la asistencia dominical a misa una vez abolida la doctrina de que al cielo se puede llegar también a patadas, se había optado por distraer el ocio de quien declinase la invitación eucarística con los más variados e inútiles trabajos.
No era una opinión aislada de don Antonio María. Eliminada la vieja obligatoriedad escolar de la religión, pero no la obligación de los centros escolares de ofrecerla, según el artículo 2 del acuerdo mencionado, “en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales”, la Iglesia española en pleno mostró inmediatamente su interés por lo que pudieran hacer los que no querían ser sus alumnos, no fuera a ser esta opción demasiado tentadora.
¿Podía permitirse que se dedicaran durante la evangelización de sus compañeros a lo que considerasen más oportuno? Entonces nadie querría asistir a la predicación religiosa. La Iglesia hizo saber que la llegada del mensaje divino a las aulas no quedaba plenamente garantizada si se permitía que los alumnos sordos al mismo hicieran lo que les diera la gana; por ejemplo, estudiar. El estudio debía ser prohibido para evitar la desventaja que sufrirían los alumnos distraídos por la instrucción sobrenatural mientras sus compañeros reforzaban la suya en aquellas materias que, por desgracia, el mundo estima más.
Tanta precaución eclesiástica revelaba muy poca confianza en el interés que podría despertar la materia sagrada por sí sola, probablemente recibida por sus beneficiarios más como una carga que como un don; como el que logra que le paguen la entrada del cine, pero protesta porque aquellos que declinan la invitación pueden hacer lo que quieran en vez de permanecer retenidos, secuestrados, en una sala vecina hasta que el premiado se haya librado del premio.
Ante el riesgo de que el genio juguetón del estudiantado sacara partido de ese estado de inactividad forzada, y convirtiera en ocasión de regocijo lo que en absoluto se había pensado con tal fin, surgió la idea de imponer a los alumnos ajenos al catolicismo alguna tarea. ¿Pero qué tarea? Las suspicacias sindicales no toleran en nuestro tiempo ningún tipo de intromisión gratuita en las labores remuneradas. Pudiera ser que descartadas actividades como limpiar el patio, o los coches de los profesores, se pensara que a nadie molestaría que dicha tarea fuera de naturaleza académica. Y no cabe duda de que una asignatura es algo, se mire por donde se mire, la mar de académico. ¿Pero qué asignatura? ¿Música, Contabilidad, Imagen, Taller de Literatura, Fundamentos Deportivos, Crónicas Bélicas? A la Iglesia tuvo que espantarle la visión de su catequesis en competencia con enemigos tan formidables, o peores, por lo que se sacó de la chistera una disciplina inédita, a la que no podía faltarle la apariencia de ser una verdadera alternativa, el complemento perfecto de aquella de la que iba a ser su contrapartida. Como el haz y el envés, como lo cóncavo y lo convexo. Como Religión y Alternativa a la Religión.
El Estado dijo amén. Ahora tocaba a su plantilla de pedagogos descubrir qué es lo que debía ser estudiado en esa asignatura que debían estudiar los que no quisieran Religión.
La primera ocurrencia, gobernando UCD, fue que se estudiara Ética, seguramente porque se juzgaba esta como lo más próximo a la religión, su versión deshuesada, y por tanto su mejor sucedáneo. Así, lo que hasta entonces había sido un capítulo de una asignatura para estudiantes ya con barba, la Filosofía del último curso de Bachillerato, se vio convertido en algo que debía ser estudiado, año sí y otro también, a lo largo de la enseñanza obligatoria.
Pasará a los anales del despiste, o a los de la malignidad, haber confundido la necesidad de llamar la atención de los estudiantes, cuanto más pequeños mejor, sobre la índole negativa de robar, matar y escupir en sitios públicos, o la positiva de ceder el asiento a los abuelitos y querer mucho a la clase obrera, con el estudio de los fundamentos de la moral. Que unos críos tuvieran que aprender cosas como la diferencia entre las éticas formales y las materiales, amén de otras filosofías tan impropias de su edad, fue culpa de quien no quiso caer en la cuenta de que una cosa es la formación moral y otra el estudio de la moral, y quiso ignorar que no pueden colocarse en el mismo nivel académico la historia sagrada, llena de esas amenas truculencias tan del gusto de los chicos, y algo tan abstracto e intratable como la filosofía moral.
La llegada socialista al gobierno dio lugar a una innovación en Alternativa. A los representantes de la modernidad les pareció incomprensible que se pudiera escoger entre la caverna y el sol, la superstición y la ciencia, la Inquisición y la Unesco; tampoco estaban dispuestos a tolerar ni un día más que la ética, una cosa que les sonaba a música celestial, a razón, montañismo, Julián Besteiro, siguiera apareciendo en los programas de estudio como la contrahechura de la religión. Debía ser estudiada por todos los alumnos, los creyentes también.
El laicismo no borró la religión de la escuela; legalmente no podía. Tampoco suprimió la asignatura alternativa. En esta lo único que se hizo fue sustituir el contenido anterior, abruptamente filosófico, por gomaespuma pedagógica. Para el control de los alumnos alternativos las autoridades educativas pensaron en la utilidad de diversas actividades, gratas a la vez que instructivas. Los pedagogos ministeriales descubrieron muy oportunamente cuán conveniente sería para los alumnos ajenos al pastoreo ultramundano que dedicaran algún tiempo, casualmente el mismo de la catequesis, a la práctica, se supone que científica, del parchís y de la brisca. También se convencieron deprisa y corriendo de la necesidad, hasta entonces insospechada, de que los adolescentes conocieran, entre otras cosas exóticas, la historia comparada de las religiones monoteístas, o la sociología del catolicismo. Quienes no mostraban curiosidad por las sutilezas de la santísima trinidad deberían interesarse por el hermetismo hebraico o por la mística sufí; quienes no habían querido conocer la doctrina católica se verían obligados a estudiar el significado histórico y social del catolicismo, logrando de paso el milagro de meditar sobre lo no estudiado.
Ética, parchís, budismo: daba igual. Había que impedir, bajo el disfraz de alternativa a la catequesis, que los alumnos reacios a esta pudieran disponer libremente de su tiempo. Su arresto escolar siguió vigente, así como la estratagema de defender la virtud formativa de unas actividades que nunca habían sido tenidas en cuenta.
Este tipo de justificaciones, además de obedecer a una impostura, o por ello quizá, contienen las premisas de su propio desmentido. Es su propio éxito el que las conduce al fracaso. La presunta importancia de la alternativa impide que sea solo una alternativa. Dejó de serlo la ética, que se convirtió en materia troncal; asimismo se oyeron voces a favor de que la historia de las religiones dejase de ser un sucedáneo de la religión y se convirtiera en materia principal. Los argumentos han sido múltiples:
La historia de las religiones forma parte de las humanidades, y como tal debería ser enseñada. Mitología grecolatina y cristiana deberían gozar de los mismos derechos académicos, salvo que estar muerto sea un requisito imprescindible para que algo pueda entrar en los planes de estudio. Apenas hay en nuestra cultura, para bien o para mal, nada que pueda ser entendido sin referirnos al hecho religioso, pues incluso quienes lo atacaron ya se relacionaban con él mediante el mismo rechazo. No podríamos entender apenas nada de nuestra literatura, de nuestras artes, de las doctrinas que han creado el espacio mental en el que nos movemos, sin tener noticias de la religión cristiana: de su credo, sus leyendas, su historia, sus instituciones.
Son razones de peso para dedicar a dicha religión, y a todas juntas, un capítulo de alguna asignatura. No es razonable consumir más tiempo en lo que ayuda a comprender algo que en lo que necesita esa ayuda para ser comprendido, más tiempo a uno de los medios que al fin. Si para entender mejor la pintura occidental es preciso dedicar un tiempo a la vida de los santos, este tiempo deberá ser menor que el dedicado a la pintura occidental. Además, si se admite la necesidad de ese conocimiento auxiliar, también habrá que estudiar miles de cosas, pues todo ha sido pintado. Por estudiar, habría que estudiar hasta Incultura Popular. ¿O se puede entender a Andy Warhol sin haberse bebido una Pepsi?
No importa cuál sea su valor, cada vez son más los argumentos que conspiran contra la función subordinada de la enseñanza científica de la realidad religiosa, como proliferaron los destinados a combatir la de la ética en su momento. Pero no tema nada la causa santa por ello. Exaltada la materia que ocupe temporalmente la casilla alternativa a mayores dignidades académicas, se descubrirán una vez más otras materias que emparejar con la religión, en una competencia ya se ve que de mentirijillas, y se fantasearán la más dispares razones pedagógicas; y así, indefinidamente, nuevos inquilinos pasarán por la asignatura alternativa, todo con el fin de salvar la materia religiosa o de la soledad o de un exceso de compañía, ambos perjudiciales para sus intereses.
Con la LOMCE ya tenemos nueva alternativa. Valores la llaman. También, como era previsible, se ha disparado el automatismo laicista que invita a ver en esa disciplina un componente fundamental de la formación de los alumnos, lo que aconsejaría su obligatoriedad.
Sin llegar tan lejos, el Consejo de Estado, en su informe preceptivo sobre el anteproyecto de la LOMCE, recomendó que se permita a los alumnos de Religión poder estudiar Valores, dada la importancia de esta última asignatura. El ministerio no ha tardado –bien está– en incluir en el proyecto de ley la sugerencia del alto organismo consultivo. En teoría al menos, será posible estudiar las dos materias, por más que la realidad de los centros educativos, siempre menesterosa en personal y horas, no facilitará esa providencia.
Realizable o no, la posibilidad académica de escoger ambas asignaturas no ha satisfecho a la bancada laica, partidaria acérrima de que estudien Valores todos los alumnos, por aquello de la importancia pedagógica que –ironías de la vida– no pueden negar los que solo querían pegarla a Religión a modo de alternativa suya. Un botón de muestra: en el reportaje Los Acuerdos de la discordia, publicado en El País (1-6-2013) se recogió sobre el particular la siguiente opinión del profesor Cámara Villar: “Pese a que se introduce el matiz tramposo de que quien quiera puede estudiar las dos asignaturas optativas, algo inverosímil, se está desvirtuando la Constitución porque la educación en valores cívicos, que nace de los fines de la educación concretados en el artículo 27.2 de la Constitución, no puede ser sustituida por la educación religiosa. Los alumnos que realizasen esta única opción por la religión no serían formados en valores sociales y éticos comunes. La educación en valores debe ser obligatoria para todos en tanto que ciudadanos en formación, no una alternativa a la religión, cuya naturaleza es obviamente particular”.
Debo advertir, para evitar una posible tergiversación de las palabras del profesor Cámara, de que él no fundaba su posición favorable a la obligatoriedad de Valores en una idea vaga, tertuliana, sobre su relevancia formativa, sino en algo tan preciso y pertinente como el artículo 27.2 de la Constitución, donde se dice que la “educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”.
Pero no creo que la obligación de que la enseñanza tenga como objeto, o fin, o norte, el respeto a esos valores avale ninguna pretensión curricular a favor de los mismos, no digamos ya la obligatoriedad de su estudio; como tampoco creo que el mismo artículo dé pie a pensar en la necesidad de que el pleno desarrollo de la personalidad humana entre en un examen. El objeto constitucional no pretende ser un objeto de estudio, no una materia sino un objetivo. Por eso creo ver en la propuesta del profesor Cámara un plus ajeno a la Constitución.
La posibilidad de escoger ambas asignaturas, si no satisface a los partidarios de que Valores sea obligatoria, tampoco puede complacer a los que, al contrario que ellos, nos quejamos de que la nueva contrapartida de la religión seguirá siendo una disciplina obligatoria, y no una optativa entre varias, para los que no elijan la vía religiosa.
Esa alternancia, ese juego de quita y pon al que han sometido unos y otros las actividades destinadas a hacer compañía a la religión, siempre en una competencia amañada con esta, se basa en que no se da realmente ninguna complementariedad sustancial, ninguna verdadera alternativa, entre la catequesis y las asignaturas que han venido ofreciéndose como alternativa a esa tarea.
Una verdadera alternativa doctrinal –no hablo, por tanto, de las pergeñadas por la ortopedia académica– debe tener como soporte exclusivo las propias materias entre las que hay que optar. Al alumno al que se le propone una alternativa se le engaña si no lo es entre dos cosas que se complementen de un modo natural, o, dicho de otra manera, que sean los cuernos de una disyunción sustancial. Hablo, bien se ve, de una disyunción que también es exhaustiva. O esta cosa o la otra, o ambas como mucho; porque no hay más.
No hay noticias de esa bipolaridad entre la clase de Fe y la de no se sabe qué. No se dio en los tiempos de la competencia entre la religión y la ética, cuyos respectivos contenidos eran tan dispares, que nadie pudo verlas como antagonistas complementarias. No tiene mayor vínculo con la moral, no importa ahora si positivo o negativo, el conocimiento de que Jericó cayó a trompetazo limpio, o de que en Caná por poco se quedan sin vino, que el que tiene ella con el estudio de la gramática apache o con la doma de ratas.
Se comprende que, a falta de una unidad natural como la que empareja a los verdaderos contrarios, una ventolera política cambiara un miembro de la pareja, la ética, por otra cosa. Esa cosa fue en parte todo aquello que quedó epitomado con el nombre de parchís y en parte la enseñanza, descriptiva y neutral, del hecho religioso. De la relación entre el parchís y la religión lo más pertinente es no decir nada; de la que pudiera haber entre la formación católica y el estudio aséptico del hecho religioso, incluido el propio catolicismo, apuntaré que la diferencia de enfoque es de tal calibre, que aleja de los encantamientos de la catequesis ese estudio sobrio tanto como lo acerca a otras disciplinas teóricas, de las que pondré como ejemplos la mitología clásica (donde, a diferencia de la catequesis y a semejanza de las humanidades, no se demuestra la existencia de Zeus), la historia del arte, el derecho romano…
Lo que todavía se vende como alternativa entre la religión y la otra cosa no lo es. Es un dilema educativo forzado, falso. La única alternativa que se plantea ahí no tiene nada que ver con los contenidos sino con la necesidad huecamente académica, sin ningún fundamento cultural, de elegir entre las dos materias. No son las caras de una auténtica moneda, ni nada de ese estilo. La oposición entre esas asignaturas solo existe en la medida en la que una autoridad las arroja a una lucha administrativa en la ventanilla escolar. Quien no elija una de ellas tiene la obligación de elegir la otra: esa es toda la alternativa que está en juego.
Queda por ver si hay, aunque nadie la haya encontrado, una alternativa verdadera a la Religión. Por lo pronto me lleva a desconfiar de esa hipótesis la costumbre que tienen las cosas de no poseer contrarios. La música no es, intrínsecamente hablando, una alternativa a ninguna otra cosa; no se opone a nada. De la geología cabe decir lo mismo, y otro tanto de la literatura, la trigonometría, el tráfico, etcétera. Ninguna de ellas es alternativa a nada porque las cosas, no importa si se trata de un bien inmueble, un diablo, un cumpleaños, una quimera, el pueblo azteca, no tienen contrarios (aunque sí pueden tener enemigos). En esa falta se distinguen de sus cualidades y estados. Solo hay algo que se opone a una cosa: su inexistencia.
¿Y qué es lo que, acaso por ser su opuesto natural, se podría poner en lugar de la catequesis católica? Otras catequesis, pensarán los partidarios de equiparar con el catolicismo los credos religiosos que gozan de cierto arraigo social. Esto resolvería el problema de sus creyentes, pero no el de los que ni creen ni quieren creer. Que estudien Ateísmo, responderán algunos. No puede ser porque la propia naturaleza doctrinal de un temario ateo, al margen de lo que tenga el ateísmo de forma de vida, lo incapacita como materia de estudio alternativo a la historia sagrada, la cual no se limita, ni mucho menos, a ensayar pruebas de que Dios existe, susceptibles de ser refutadas en la clase de enfrente. ¿Y una catequesis de ateísmo vital, que pudiera hacer frente a la religiosidad vivida y no solo estudiada? Su calidad negativa la hace inviable, del mismo modo que no se estudia Antiastrología sino una determinada Astronomía.
No se le dé más vueltas, la única alternativa a estudiar Religión es no estudiar Religión.
Javier Aguado, La asignatura Alternativa como alternativa a la de Religión, Claves de razón práctica nº 239, marzo/abril 2015