Oliver Sacks |
Lo más conmovedor del artículo en el que Oliver Sacks anuncia su cáncer terminal y su próxima muerte es la modestia del tono, la falta total de engolamiento. El yo, que ocupa tantísimo espacio en nuestras vidas, tiende a tomarse todo lo que le afecta bastante a la tremenda, y desde luego la propia muerte es el acontecimiento mayor de la existencia, así que todos los textos semejantes que he leído con anterioridad sobre la propia finitud, por muy bellos que fueran, tenían siempre un toque de épica, un añadido de lírica, un no sé qué candente de emoción apenas contenida. El artículo de Sacks carece de todo eso; en realidad, es casi ramplón. Y eso es lo que lo convierte en algo único y formidable. Esa es la verdadera voz del héroe, el verdadero mensaje del sabio. Nos dice: Soy poco, sentí y viví todo lo poco que fui con intensidad, sé que es hora de irse. “Donde yo ahora estoy, tú estarás”, vaticina una clásica inscripción funeraria presente en muchas lápidas. El artículo de Sacks, con su sencillez, sirve de espejo. Señala esa desnuda continuidad de vida y muerte y vida.
Siento que su próximo fin es el de alguien cercano. Le he leído tantos libros, esos magníficos trabajos sobre las rarezas de la mente. Verdaderos viajes a los extremos del ser, como Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Él mismo tuvo graves problemas neurológicos o quizá neuróticos; lo cuenta en alguno de sus libros, ya no recuerdo cuál. Dolores de cabeza inhabilitantes, cegueras y parálisis momentáneas. Seguramente ese sufrimiento personal le hizo más apto para comprender el sufrimiento de los otros. A fin de cuentas, todos somos raros de una manera u otra. Esa fue la gran aportación de Sacks: la convicción de que todas las rarezas son normales. Y la celebración constante de la vida, del misterio de la vida, de la fuerza de la vida para adaptarse a todo, para crear un mundo a la medida de tus posibilidades. Ahora, fiel a sí mismo, Sacks nos demuestra que también podemos adaptarnos a la certidumbre de nuestra muerte inminente. Es un ejemplo precioso y tranquilizador, aunque no sé si yo seré capaz de seguir su estela.
Desde todos los puntos de vista, del más convencional al más personal, Oliver Sacks parece haber tenido una vida de rotundo éxito. Es famoso, es rico, es respetado, es querido, es conocido en todo el mundo, sus libros se venden a millones. Y ha alcanzado la aceptable edad de 81 años, quizá un momento perfecto para despedirse, antes de que la vejez hinque demasiado profundamente los dientes. Pero, enfrentada a la muerte, toda vida, hasta la del personaje más glorioso, se encoge hasta mostrar su microscópica dimensión real. Polvo y cenizas. El barroco español, atormentado por la finitud, llenó los cuadros de calaveras para recordarnos esa nadería, esa futilidad de la vida humana. ¿La pompa del emperador dueño del mundo? Puro espejismo; por debajo del sombrero adornado con plumas de faisán está el pelado cráneo amarillento. Que también acabará desintegrándose. Ya se sabe que nuestra vida es apenas una minúscula gota en el mar del tiempo. En realidad, y si lo piensas bien, ese ejercicio de modestia, tan raro en los humanos, que estamos llenos de pretensiones espectaculares sobre nosotros mismos, es consolador y relajante. Si nuestra vida entera, vista en términos globales, es una fruslería, las angustias por las que perdemos la cabeza, el corazón y el resuello cada día son verdaderas necedades. Deberíamos poner más calaveras barrocas en nuestro entorno y vivir más conscientes de nuestra nimiedad.
Esa modestia es la que llena de luz el texto de Oliver Sacks. Me encanta especialmente cuando dice que se siente liberado de muchas cosas, y que en las semanas o meses que le queden de vida no va a ver más informativos de televisión ni va a preocuparse más por el cambio climático. Y no porque no sea importante, sino porque ya no le incumbe. Él está en otra cosa: en la vida esencial, una vida básica de célula, de animal gozoso de sentirse vivo. Es una observación desternillante: ¿Quién no ha tenido alguna vez la tentación de no ver más los aterradores telediarios, de cerrar los ojos al dolor y al miedo y volver a ser un inocente niño bajo el sol? La vida también pesa. Tal vez el miedo que le tenemos a la muerte no sea más que otro de esos desquiciados, desordenados miedos que apesadumbran absurdamente nuestras vidas. Sacks navega hacia el final libre de carga, marinero de un barco diminuto.
Rosa Montero, La modestia de Sacks, El País semanal, 15/03/2015