La muerte es necesaria en un doble sentido. En primer lugar para el planeta en que vivimos. ¿Qué sería de la tierra habitada por todos los seres humanos que la han pisado desde que apareció nuestra especie? Y no solo por una cuestión de espacio: cada generación cumple un papel en la historia y el encuentro entre ellas resulta fecundo en la medida en que se reemplazan unas a otras y las anteriores dejan espacio a las que vienen. ¿Cómo sería la convivencia entre todas ellas, el encuentro entre las tribus bárbaras y los cortesanos renacentistas o entre los griegos clásicos y los ejecutivos postmodernos? ¿Seguiría teniendo algún sentido la reproducción de la especie? Si podemos aprovechar lo que han hecho nuestros antepasados e incorporarlo a nuestra propia historia es precisamente porque ellos han muerto y nos han dejado espacio físico y cultural para ocupar su lugar. Como ya
Hegel había advertido, cualquier desarrollo histórico implica la negación de lo anterior y no solo su desaparición física.
Pero también es necesaria para nuestra vida personal. Lo que confiere valor a cada momento es precisamente el hecho de que es único.
Nietzsche comprendió que el eterno retorno sería insoportable para los oídos de la gente. Suponer que aquello en lo que ponemos todo nuestro esfuerzo y nuestra esperanzas va a repetirse una y mil veces o a durar para siempre lo privaría de todo su valor. Estamos hechos de tiempo, y cuando vivimos un momento que nos importa comprendemos que su valor consiste en que pronto va a desaparecer y que hay que aprovecharlo. En una vida eterna las oportunidades únicas no existirían, ya que la seguridad de su constante repetición las privaría de todo su valor original. Y al revés lo que nos hace soportar cualquier dolor es la esperanza de su fugacidad. La teología ha tratado de solucionar el problema asegurando que la inmortalidad no consiste en una duración ilimitada de la vida sino en un eterno presente en el cual el tiempo ha dejado de existir, de modo que la contemplación de Dios consistiría en un acto único y no en una sucesión de instantes. Pero esta eternidad no es la nuestra: el tiempo no es solo una condición externa de nuestra vida sino el material con el que estamos hechos. Para afirmar la inmortalidad, la teología debe imaginar un ser que ya no es humano: nuestra vida, la que queremos conservar, habría desaparecido. Y lo mismo sucede con la reencarnación.
La literatura ha explorado este papel de la muerte en la valoración de la existencia humana.
Simone de Beauvoirda vida en una de sus novelas al conde Fosca, que había recibido el don de la inmortalidad. Y esto dice, siglos después de recibirlo: “Es una gran maldición. Vivo y no tengo vida. Nunca moriré y no tengo porvenir. No soy nadie. No tengo historia ni rostro… Después del día, la noche, después de la noche, el día; nunca habrá excepciones”. Y la mujer a la que trata de amar le dice: “Tienes tantos millones de vidas por vivir que lo que sacrificas no tiene valor alguno… Creía que tú también te dabas para la vida, para la muerte, y solo te prestaba por unos años”. Fosca no puede amar: el amor incluye una ilusión de estado definitivo que él no puede permitirse. Pero, peor aún, ha perdido su identidad: según confiesa, no es nadie, porque la muerte es la condición necesaria para la individualización. Y el pintoresco
Fantasma de Canterville, de
Oscar Wilde, vaga por el palacio desde hace siglos purgando su pecado y buscando una joven pura que interceda por él para que le sea concedido el favor de la muerte.
Augusto Klappenbach,
Defensa de la muerte, Claves de razón práctica nº 238, enero/febrero 2015