Foto cortesía de Richard Ross | Architecture of Authority. |
Al modo en que lo hacía la célebre The Wire, la serie de David Simon que desde los guetos de Baltimore y sus pequeños tiradores de droga lograba dibujar un mapa de conjunto tras las redes del narcotráfico, el trabajo de Ross se desplaza de los espacios de seguridad y vigilancia a los entornos físicos más cercanos para cuestionar el modo en que estos últimos incorporan las lógicas de la misma autoridad que construye una cárcel de máxima seguridad o un centro de detención ilegal y arbitra su reglamento.
Las conexiones adquieren un especial significado si los territorios fotografiados pertenecen a esas geografías que en la última década han dominado el relato de las políticas de seguridad de Estados Unidos, tan reconocibles en la experiencia digital contemporánea como desconocidas en su realidad más inmediata. A este respecto, uno de los mensajes más poderosos de las fotografías de Ross consiste en su reversibilidad, es decir, en cómo las políticas antiterroristas han globalizado tendencias y espacialidades implementadas durante décadas, en el caso norteamericano, sobre la propia población nacional. Recordemos que tanto en números totales como relativos Estados Unidos lidera, con enorme ventaja, el ranking mundial de personas encarceladas o bajo supervisión correccional. Hablamos de un sistema de prisiones que concentra a 2,3 millones de internos y cuenta con más de 7 millones de personas en libertad provisional o vinculadas a instituciones correccionales (el 3% de los adultos), mientras cada año contabiliza alrededor de 11 millones de registros. En términos comparativos, los 707 presos por cada 100.000 habitantes de EE. UU. empequeñecen a los 467 de Rusia, los 294 de Sudáfrica, los 140 de España o los 124 de China (los datos se pueden consultar en la web del International Centre for Prison Studies).
Ciudad penitenciaria
Entre su población fija y flotante, personal directamente empleado (432.000 oficiales de prisiones, según el Bureau of Labor Statistics) y de la industria secundaria de servicios, la dimensión de la metrópoli penitenciaria norteamericana solo se ve superada por Los Ángeles y Nueva York, en lo que conforma un universo distópico que adquiere mayor dramatismo al distribuir sus datos por los diferentes grupos sociales que conviven bajo las barras y (o) las estrellas.
Al cruzar números, como hacen en Prison Police Initiative, encontramos que el 9% de los afroamericanos en la veintena de edad (y el 4% de los latinos) se encuentra, en estos momentos, tras las rejas de una prisión. Y es que esos 707 presos por cada 100.000 habitantes se elevan a 1352 si eres hombre, a 2207 si eres afroamericano/a, a 4347 si eres hombre-afroamericano y a 8932 si eres hombre, afroamericano y tienes entre veinticinco y veintinueve años. Como recogía el Huffington Post, en EE. UU. alrededor de un tercio de los hombres negros han estado o estarán, en algún momento de sus vidas, encarcelados.
Lejos de sus resonancias sci-fi, la distopía penitenciaria adquiere un carácter muy real si ya has pisado la cárcel (según el Departamento de Justicia el 77% de los presos ingresan de nuevo en prisión antes de los cinco años de su puesta en libertad) o si has nacido en un gueto y gran parte de tu socialización transcurre en una cultura claramente atravesada por la experiencia carcelaria, escuelas con detectores de metales y policía en los pasillos, y una constante presión policial y judicial empeñada en acortar tu camino hacia el encierro. Las asociaciones civiles norteamericanas hablan de una «Mass Incarceration Era» que ha permitido, según los estudios de Michelle Alexander, que el número de internos afroamericanos que trabajan en las chain gangs supere al de esclavos contabilizados en los censos previos a la Guerra Civil norteamericana. Si hasta los años sesenta la policía controlaba el paso de la población negra en los guetos, la igualdad formal posterior aparece pisoteada ante el aumento de la población encarcelada, con un incremento del 772% desde entonces.
En la encarnizada «guerra contra el pobre», como diría Loïc Wacquant, el presupuesto en seguridad y política penitenciaria supera ampliamente los requerimientos de unas hipotéticas medidas sociales que, obvia decir, desconocieran la voracidad de una de esas industrias (citemos a la militar, la farmacéutica o la sanitaria) devenida en mal sistémico de la economía nacional. En total, alrededor de setenta mil millones de dólares fluyen anualmente hacia el sistema de cárceles privado, a los que se suman los más de treinta y cinco mil millones destinados, desde el 11S, a modernizar el equipo policial con material y procedimientos directamente importados de las intervenciones en Irak o Afganistán.
Todos sois el enemigo
Durante el verano de 2012, las calles de Madrid asistieron a una peculiar intervención urbana en la que, bajo imágenes en blanco y negro de policías antidisturbios, se leía un lema de claro aroma orweliano: «Todos sois el enemigo». Los carteles respondían, con toda probabilidad, a las declaraciones que en febrero del mismo año había realizado el jefe superior de la Policía Autonómica Valenciana, Antonio Moreno, quien ante la pregunta de cuántos agentes antidisturbios habían participado en las cargas sobre unos estudiantes que se manifestaban contra los recortes en la enseñanza, declaró que no pensaba «proporcionar esa información al enemigo».
Las palabras de Moreno traducían, en clave propia, el empuje que está mostrando lo que el periodista mexicano Sergio González Rodríguez denomina la «securocracia» global, desde la que los espacios cotidianos, y la ciudad como máxima expresión de la vida ciudadana, se conciben como el nuevo centro operativo sobre el que desplegar una lógica militar. A partir del control de calles y multitudes o el uso de equipamiento bélico, el «urbanismo militarizado» implica, en palabras de González Rodríguez, que las «ciudades sean reducidas y vistas como un campo de guerra tan real como potencial» donde el ciudadano se convierte en amenaza y blanco objetivo.
Tras el 11S esta estrategia de defensa, complementaria al State Homeland Security Program (SHSP), se denominó en EE. UU. Urban Areas Security Initiative (UASI), cuyas consecuencias se harían especialmente visibles tras los disturbios de agosto de 2013 en Ferguson (Missouri). Con su despliegue de tanquetas y vehículos antiminas, rifles de asalto y binoculares de visión nocturna, la multitud de testimonios gráficos que circuló por medios de información y redes sociales puso de manifiesto la fluidez con la que, a ojos de la autoridad, el ciudadano (nuestro, nacional) ha intercambiado roles con el terrorista (exterior, ajeno), deshaciendo la tradicional frontera entre «nosotros y los otros».
Si aquello que Foucault bautizó como «biopolítica», es decir, las medidas destinadas al control de la población mediante leyes, prescripciones y castigos físicos, alguna vez se disfrazó con lo que Deleuze afirmaba que había tomado el testigo, la «sociedad de control» que conquistaba por vía de la seducción tecnológica, las últimas revelaciones con nombre de Assange o Snowdenalumbran la combinación de ambas. Aunque dudemos de que se trate de una novedad (Chesterton lo desmentiría), lo que comienza como persuasión, espionaje masivo y control de la información, termina con medidas extensivas de represión violenta.
¿De qué modo los controles de un aeropuerto avanzan las medidas de seguridad en calles o plazas?, ¿cómo se traduce la disposición de una celda de castigo o el panóptico carcelario en las manifestaciones más habituales de nuestras vidas? Las preguntas que provoca el trabajo de Ross muestran una sutileza que no exhiben las imágenes con las que nos topamos día tras día, donde la imposición de un espacio sobre otro ha normalizado el asesinato extrajudicial, el desahucio, las cargas sobre quienes elevan la voz, los infiltrados en manifestaciones o las peticiones de permiso a quienes dialogan en una plaza o reúnen firmas. La asepsia de las instantáneas de Ross, que excluyen sistemáticamente la figura humana, las preserva de ese extra de obscenidad que rodea al abuso de poder.
Francisco Carrillo, Watch your step (o llámalo democracia, pero cuida tus pasos), jot down, 08/04/2015