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Cuando se han vivido varias décadas y si, como es mi caso, han sido décadas de cambios y novedades, la experiencia personal tiende por autodefensa epistémica a crear relatos que tratan de explicar lo permanente, la identidad propia, la generacional a través de las erráticas sendas de la historia. El pasado imaginario se hace presente continuo como fuente hermenéutica de interpretación de lo nuevo. Como si estuvieran escritas en nuestros genes las palabras del prólogo al Eclesiastés:
Una generación va, otra generación viene; pero la tierra siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; vira que te gira sigue el viento y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena: al lugar donde los ríos van allá vuelven a fluir. "Todas las cosas dan fastidio. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver, ni el oído de oir. Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará: nada hay nuevo bajo el sol. Si algo hay de que se diga: "mira, eso sí que es nuevo", aún eso ya era en los siglos que nos precedieron. No hay recuerdo de los antiguos como tampoco de los venideros quedará memoria en los que después vendrán.
Siempre había pensado que el determinismo de estas frases, el repudio de la novedad, tenía que ver con las incertidumbres del futuro y con el miedo a lo que pudiera depararnos la historia. Ahora, quizá más cínico, tiendo a pensarlo como una autodefensa del pasado propio, como un recurso de la identidad que tiende a justificar su propia presencia y a decirle al resto: "ya sé lo que pasa porque ya lo he vivido, lo que pensáis que es una novedad no es tal cosa, es lo de siempre".
Porque si no fuera lo de siempre, si las cosas fuesen realmente distintas, significaría que la experiencia personal ya no es una guía para el futuro, y la misma justificación de existir más allá de los tiempos en los que las fuerzas propias sostienen la autoridad personal quedaría sin base. Haber sobrevivido sería algo sin sentido, como si uno quedase ya en la cuneta para recibir la condescendencia de los otros, su cariño en el mejor de los casos, pero nunca su atención.
El miedo a estar fuera de la historia es el más oscuro de los miedos que asaltan la experiencia del tiempo vivido. No importarían las catástrofes peores, incluso, si uno estuviese seguro de que habría de ser consultado por las nuevas generaciones para entender lo que ocurre. Todorov, en su maravilloso estudio sobre la conquista de América por los españoles, relata cómo Moctezuma consulta a los mayores del imperio intentando dar sentido a lo que estaba pasando y cómo éstos le responden afirmando que todo estaba escrito y el destino sellado. Moctezuma no estaba seguro de este juicio, pero su respeto a los mayores le hizo perder un tiempo valioso que Cortés aprovechó.
Pienso muchas veces en los viejos aztecas como ejemplo de las falsas lecciones que parece dar la experiencia de la vida a las generaciones que ya han visto muchas cosas en la historia. Como si lo que ha calado exigiera un derecho inalienable a dirigir el futuro y en ese derecho se depositase la propia justificación de la existencia.
No oculto que me produce melancolía la irritación que observo en mi generación ante los cambios que ocurren en mi entorno. Es una generación que se siente protagonista de nuestra historia inmediata y es incapaz de entender que esta historia esté llena de claroscuros, algunos de los cuales señalan incompasivos las miserias colectivas, las cegueras, corruptelas y complacencias que han dejado tantas secuelas de desigualdad.
No creo mucho en las generaciones al estilo orteguiano, como espíritus colectivos, pero sí como depósitos de experiencias comunes y de actitudes compartidas en un mundo donde las actitudes son uniformizadas por los intelectuales colectivos que son los aparatos ideológicos del estado y los medios de comunicación. Y mi generación, la del régimen del 78, ha sido una de las más uniformizadas de la historia. Ha nacido y se ha desarrollado en la creencia de que la historia había acabado con el fin de la Guerra Fría, que lo que quedaba del futuro era simplemente afinar los detalles y arreglar los pequeños desarreglos.
Sé bien por experiencia física lo que es perder oído y no entender con claridad las conversaciones. Pero también lo sé como experiencia subjetiva generacional. Veo a mi alrededor las caras de sorpresa y a veces angustia: "pero ¿qué quieren?", "¿qué están diciendo?" y las reacciones airadas de "bueno, es lo de siempre, míralos, ya hemos visto esa película".
Me importan menos los detalles, si tienen o no razón, lo que de hecho esté ocurriendo o vaya a ocurrir, que la mala fe que denota la incapacidad de asumir el tiempo que nos resta. Ishiguro captó esta misma experiencia en su maravillosa novela Lo que queda del día, una profundísima narrativa sobre la ceguera o sordera a la historia y sobre el deseo de subordinación y las reacciones de autoritarismo. Siempre he visto a Mr. Stevens, el mayordomo de Darlington Hall como una figura representativa de mi generación. Una generación que nunca entendió a las pasadas y no es capaz de entender a las nuevas.
Hay algo que está podrido en la experiencia de la experiencia.
Fernando Broncano, Edad y condición, El laberinto de la identidad, 12/04/2015