Günter Grass, fotografiado mientras dibujaba una cebolla el pasado mes de enero en Madrid. / HANS GRUNERT |
Me descubrí volviendo hojas atrás y vi cómo me saltaba páginas y, donde se abrían huecos, garabateaba adornos y monigotes. De mi mano fluían cosas accesorias, rápidamente narradas para distraer y ennegrecerse enseguida: ¡fuera!
Ahora faltan las articulaciones de un proceso que nadie detenía, cuyo desarrollo no podía invertirse y cuya huella era incapaz de borrar goma alguna. Y, sin embargo, en cuanto hay que recordar el paso fatal que dio aquel escolar quinceañero de uniforme, no me es posible pelar la cebolla ni interrogar a otro medio de ayuda. Lo cierto es que me presenté voluntariamente al servicio de las armas. ¿Cuándo? ¿Por qué?
Como no recuerdo fecha ni puedo acordarme del tiempo, ya entonces variable, ni enumerar lo que ocurría simultáneamente entre el Océano Glacial Ártico y el Cáucaso y en los restantes frentes, de momento sólo quieren convertirse en frases las presuntas circunstancias que alimentaron, empujaron mi decisión y finalmente me llevaron a seguir el conducto oficial. No se les puede agregar epítetos atenuantes. Lo que hice no puede minimizarse como tontería juvenil. No sentía ninguna opresión en la nuca, y ningún sentimiento de culpa autoinducido, por ejemplo por haber dudado de la infalibilidad del Führer, exigía ser compensado por un celo voluntario.
Sucedió en la época de mi servicio como ayudante de aviación, que no era voluntario pero, al terminar el día escolar, parecía una liberación que, con su instrucción suave, yo aceptaba. [...]
El noticiario se proyectaba antes del documental de cultura y el largometraje. En los cinematógrafos del barrio de Langfuhr o en el "Ufa-Palast" de la Elisabethkirchengasse de la ciudad vieja, veía a Alemania rodeada de enemigos, ahora en una guerra defensiva, heroicamente librada en las estepas infinitas de Rusia, los arenales ardientes del desierto libio, el protector baluarte del Atlántico y, con submarinos, en todos los mares del mundo, y también en el frente patrio, en donde las mujeres torneaban granadas y los hombres ensamblaban tanques. Un bastión contra la marea roja. Un pueblo que luchaba por su destino. La fortaleza de Europa que resistía al imperialismo angloamericano; y sin duda con muchas pérdidas, porque en las Danziger Neueste Nachrichtenaumentaban cada día las esquelas, con orla negra y adornadas por una cruz aspada, que daban testimonio de los soldados muertos por el Führer, el Pueblo y la Patria.
¿Iban en esa dirección mis deseos? ¿Se mezclaba a la confusión de mis ensoñaciones algo de nostalgia de muerte? ¿Quería ver mi nombre inmortalizado y rodeado de negro? Probablemente no. Sin duda habré sido egocéntricamente solitario, pero, por mi edad, no estaba harto de vivir. Entonces ¿fue sólo tontería?
Nada me ilustra sobre lo que piensa un muchacho de quince años que, por su propia voluntad, quiere ir por encima de todo a donde se lucha y -como puede suponer y sabe incluso por los libros- la Muerte hace su cosecha. Las suposiciones se relevan mutuamente: ¿fue el desbordamiento de un río de sentimientos, el placer de actuar por cuenta propia, el deseo de crecer muy deprisa, de ser un hombre entre hombres? [...]
Encontré el centro de reclutamiento en un edificio bajo de la época polaca, en el que, tras puertas con letreros, se administraban, organizaban, tramitaban y archivaban en carpetas otros asuntos diferentes. Después de anunciarse, había que esperar a que te llamaran. Dos o tres chicos mayores, con los que no había mucho que hablar, pasaron antes que yo.
Un suboficial del ejército y otro de marina quisieron librarse de mí, por demasiado joven; todavía no le tocaba a mi quinta. Sin duda, la llamarían también a filas. No había razón para apresurarse. [...]
Aquel auxiliar de aviación vestido de uniforme o de paisano, posiblemente con pantalones cortos y calcetines largos, ¿se cuadró a la debida distancia de la mesa -"¡Me presento voluntario para servir en el Arma Submarina!"-, con resuelta decisión, como se le había enseñado?
¿Se le dijo que tomara asiento?
¿Se sintió valiente y, de paso, se insinuó ya como un futuro héroe?
Sólo me responde una imagen borrosa, en la que no puedo leer ninguna idea.
En cualquier caso, debí de ser insistente, incluso cuando me dijeron que, de momento, no se necesitaban voluntarios para submarinos: el cupo se había cerrado.
Luego me dijeron que, como era sabido, la guerra no se hacía sólo bajo el agua, y por eso iban a tomar nota y comunicar la presentación a otros centros de reclutamiento. En las divisiones acorazadas cuya nueva creación estaba prevista, en cuanto le tocase a la quinta del veintisiete tendría sin duda probabilidades.
-No te impacientes, muchacho, os llamarán antes de lo que pensáis. [...]
En algún momento, tanto el suboficial paternal del Ejército como el de Marina, bastante áspero, consideraron que habían oído ya lo suficiente. Mientras ponían fin claramente a la entrevista, me aseguraron que apoyarían mi solicitud. Bueno, dijeron, antes tendrá que hacer el servicio social. Ni siquiera los voluntarios para el frente se librarían... [...]
Entonces pasó el tiempo. Nos acostumbramos a la vida en barracones con camas de dos pisos. Transcurrió lentamente un verano sin Mar Báltico ni temporada de baño... [...]
Sólo entonces se convirtió en realidad lo que habría de reprimir muchos años, fechado y estampado: el llamamiento a filas. Sin embargo, ¿qué era lo que había allí impreso, en letra grande y pequeña?
Ninguna ayuda me vale. El encabezamiento de la carta sigue borroso. Como si hubiera sido degradado luego, no puede determinarse el grado militar del firmante. La memoria, normalmente una parlanchina que se complace en las anécdotas, me brinda una página en blanco; ¿o soy yo quien no quiere descifrar lo que está escrito en la piel de cebolla? [...]
Cuando el tren, tras el viaje nocturno y repetidas paradas, llegó con retraso a la capital del Reich, iba tan despacio como si quisiera animar a los viajeros, si no a tomar apuntes, al menos a colmar previsoramente posteriores fallos de memoria.
Se me quedó esto: a ambos lados del terraplén de la vía ardían casas aisladas y manzanas. Por los agujeros de las ventanas de los pisos altos brotaban las llamas. Luego, otra vez, vistas sobre las oscurecidas gargantas de las calles y los patios traseros, en los que había árboles. Todo lo más vi siluetas aisladas de seres humanos. Ningún alboroto.
Los incendios se consideraban normales, porque Berlín estaba en un estado diario de destrucción progresiva. Tras el último bombardeo había cesado ya la alarma. El tren rodaba despacio y, como deliberadamente, me invitó a visitar la ciudad. [...]
Estaba ante un número desconcertante de indicadores y puntos de encuentro, oficinas de inscripción y centros de organización. Dos policías militares, reconocibles por los escudos de metal que les colgaban del pecho -por lo que se los llamaba preventivamente "perros encadenados"- me indicaron el camino. En la nave de ventanillas de la estación de Berlín -¿cuál de las estaciones de Berlín?-, en donde los recién llamados de mi edad hacían cola, recibí, tras una breve espera, una orden de marcha que me ordenaba Dresde como próximo destino de viaje. [...]
Mi siguiente orden de marcha decía claramente que el recluta que llevaba mi nombre debía ser adiestrado en la lucha de carros, en un lugar de entrenamiento militar de las Waffen-SS, para ser artillero de tanque: muy lejos, en los bosques de Bohemia...
La pregunta es: ¿me asustó lo que en la oficina de reclutamiento saltaba a la vista, lo mismo que todavía hoy, después de sesenta años, me resulta horrible esa "doble ese" en el momento en que escribo?
En la piel de cebolla no hay nada grabado que me permita leer signos de susto ni, mucho menos, de espanto. Más bien habré considerado a las Waffen-SS como una unidad de élite, que entraba en acción cada vez que había que contener una ruptura de frente, hacer saltar un cerco como el de Demyansk o reconquistar Jarkov. La doble runa del cuello de mi uniforme no me resultaba chocante. Para aquel joven, que se consideraba un hombre, lo importante era sobre todo, el Arma: si no podían ser en los submarinos, de los que apenas había ya noticias especiales, que fuera como artillero de tanque en una división que, como se podía saber en la central de Weisser Hirsch, iba a reorganizarse, concretamente la "Jörg von Frundsberg".
Conocía ese nombre por ser el del jefe de la Liga de Suabia en la época de las Guerras Campesinas y "padre de los lansquenetes". Alguien que luchó por la libertad y la liberación. Además, de las Waffen-SS se desprendía algo europeo: agrupados en divisiones, en el frente oriental luchaban voluntarios franceses, valones, flamencos y holandeses, muchos noruegos, daneses y hasta suecos neutrales, en una guerra defensiva que, según decían, salvaría a Occidente de la oleada bolchevique.
Había evasivas suficientes. Y, sin embargo, durante decenios me negué a admitir esa palabra y esas dos letras. Lo que había aceptado con el tonto orgullo de mis años jóvenes quise callarlo después de la guerra, por vergüenza siempre renovada. No obstante, la carga subsistía y nadie podía aligerarla.
Es verdad que durante mi adiestramiento en la lucha de tanques, que me embruteció durante el otoño y el invierno, no se supo nada de los crímenes de guerra que luego salieron a la luz, pero la afirmación de mi ignorancia no puede ocultar la conciencia de haber estado integrado en un sistema que planificó, organizó y llevó a cabo la aniquilación de millones de seres humanos. Aunque pudiera convencerme de no haber tenido una responsabilidad activa, siempre quedaba un resto, que hasta hoy no se ha borrado, que con demasiada frecuencia se llama responsabilidad compartida. Viviré con ella hasta el fin de mis días, eso es seguro.
Günter Grass, Pelando la cebolla [elpais.com]
Miguel Sáenz ha traducido toda la obra de Günter Grass al español. Está en curso de traducción de Pelando la cebolla, y ha seleccionado de la versión provisional algunos pasajes de los capítulos tercero y cuarto, ilustrativos de la confesión que ha causado la polémica.
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