En uno de los pasajes más célebres de la Odisea, Homero nos cuenta cómo
Ulises, advertido por la diosa Circe del nefasto destino que aguarda a todo aquel insensato que ose escuchar el hipnótico canto de las sirenas -ser devorado vivo-, ordena a sus marineros que se tapen los oídos con cera caliente mientras a él lo aseguran con cuerdas al mástil. Gracias a este ardid, Odiseo se convirtió en el único mortal que escuchó el canto de las sirenas y vivió para contarlo.
Aunque hoy esta escena es más probable que evoque la saga de
Cincuenta sombras de Grey que la guerra de Troya, lo cierto es que apunta a una profundísima a irrefutable realidad de la naturaleza humana: que en el preciso instante de la tentación, si no hemos planificado contra ella con suficiente antelación, no habrá recurso que nos salve de caer en sus garras. Éste es uno de los factores más fundamentales en nuestras vidas. Al menos, con acuerdo a medio siglo de trabajo científico sobre la tentación y nuestra capacidad para resistirla, encabezada por el profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York,
Walter Mischel.
En los años 60 del siglo pasado,
Mischel decidió someter a un grupo de preescolares -hijos de profesores de la Universidad de Berkeley, donde por aquel entonces investigaba- a una tentación digna del propio Homero. La tentación era la siguiente: la niña o el niño se quedarían solos en una habitación sin distracciones con una golosina delante. El científico, que previamente había pasado un buen rato jugando y construyendo una relación de confianza con el niño, le decía que podía comerse la golosina ahora o esperar hasta que éste regresara y entonces tendría dos golosinas. En cualquier momento, el investigador remarcaba, el niño podía hacer sonar una campanilla que traería de vuelta al adulto. A través de un espejo y con videocámara, los científicos observaban el comportamiento del sujeto y medían el tiempo que tardaba en caer ante la tentación o darse por vencido y hacer sonar la campanilla.
Este experimento se conoce como
El Test de la golosina, y así se titula el libro que
Mischel acaba de publicar en España (ed. Debate). Igual que con la belleza del canto de las sirenas, no se dejen engañar por su aparente sencillez, ya que tuvo y sigue teniendo un gran poder. En una época en la que no había imágenes de resonancia magnética funcional, el test de la golosina permitió a
Michel medir un aspecto de la función ejecutiva del cerebro.
La 'función ejecutiva' del cerebroEl psicólogo recibe a EL MUNDO en su apartamento de Morningside Heights, al noroeste de Manhattan. Allí nos describe qué es esta función ejecutiva: «Tienes que tener un objetivo en mente, y también ser capaz de suprimir o inhibir todas las respuestas que te encaminarán a no conseguir ese objetivo y, por último, tienes que poder regular tu atención y tu imaginación para transformar la situación, de una muy difícil a una que te resulte relativamente sencilla».
Resistir la tentación -algo que hemos experimentado todos- es una experiencia bastante nueva en la historia de la vida y sólo es posible porque nuestro cerebro alberga dos sistemas de control opuestos y complementarios. «Tenemos dos caras, el sistema caliente y el frío. El sistema caliente está en la amígdala y el sistema límbico y es muy importante en la regulación del miedo, el hambre, etcétera». Éste es el sistema más antiguo y que compartimos con otros animales. Sin embargo, «el sistema frío se encuentra en la corteza prefrontal, se desarrolló más tarde en la evolución, y es el que nos permite contemplar consecuencias futuras, el que hace posible que mantengamos ese objetivo pospuesto en mente».
En otras palabras, es su sistema frío el que le dice que debe dejar el cigarrillo, o que tal vez obviar el postre hoy le iría bien a su colesterol. Mientras tanto, su sistema caliente no le dice nada, prefiere ocuparse de ponerlo ansioso y salivar con anticipación. Del equilibro entre ambos sistemas depende mucho más que nuestra línea.
Mischel siguió a los preescolares hasta que pasaron de la cincuentena y descubrió que cómo actuaron entonces predijo diferencias fundamentales mucho más tarde en sus vidas.
«Encontramos una relación entre la habilidad de postergar la recompensa y cosas como tu índice de masa corporal -una medida que relaciona peso y altura y puede indicar problemas de sobrepeso y obesidad- a los 32 años de edad o con tu habilidad de perseguir objetivos, superar la frustración y persistir aunque sufras derrotas para conseguir finalmente tu objetivo. «Incluso sobre los 40 años podemos ver diferencias en los escáneres cerebrales sobre cómo te enfrentas a la tentación», asegura. En promedio, a mejor función ejecutiva, mejor nivel de educación, ingresos y calidad de vida. Todo por una golosina.
Las investigaciones de
Mischel, que él mismo relata con exquisito detalle en su libro, parecen dar la razón a los que hacen suya la letanía de que «el carácter es el destino». Sin embargo, «en este caso no es así», dice
Mischel, «hemos descubierto que somos capaces de modificar el tiempo que los niños son capaces de esperar. Durante los últimos 50 años, la ciencia ha demostrado que la manera de pensar sobre algo influye enormemente en qué parte del cerebro se activa y en qué nos pasa, el modo en el que nos sentimos y qué hacemos. Cambiamos nuestra concepción mental de las cosas que deseamos -el cigarrillo o el alcohol que intentamos dejar-, y eso influye enormemente en nuestras posibilidades de éxito».
Aprender a resistir la tentaciónCambiar el modo en que nos representamos un objeto de deseo no tiene por qué ser complicado. La misma niña que no podía esperar y hacía sonar la campana de inmediato, nos cuenta
Mischel, "puede esperar hasta 15 minutos" después de que el investigador le diga "puedes esperar si imaginas que esta galleta -la tentación en cuestión era, por elección de la niña, una galleta Oreo- no es real, sino que se trata de una fotografía de una galleta".
Nunca sabremos si Odiseo habría llegado sano y salvo a Ítaca de haber imaginando aquel hipnótico canto como proveniente de un iPod y no de sirenas de carne y hueso. Lo que sí podemos saber es que hoy existen multitud de estrategias para incrementar nuestras posibilidades de éxito.
Walter Mischel las denomina estrategias si, entonces y nos ofrece el siguiente ejemplo personal: "si sé que esta noche en el restaurante seré tentado por el postre, entonces debo imaginar que una cucaracha se ha paseado por la tarta de chocolate antes de que me la sirvieran y eso eliminará la tentación".
Uno de los aspectos más interesantes de la investigación de
Mischel es su aplicación en educación. El autor viene a decir que apenas hay casos perdidos y que, con las estrategias adecuadas, todos podemos rendir más, superarnos, llegar más lejos. Eso sí, siempre y cuando se cumpla un requisito previo que
Mischel remarca: la confianza. "Sin duda, si no hay confianza no hay absolutamente ninguna razón por la que postergar una gratificación".
En casa o en la escuela, en un experimento con preescolares o en el desarrollo de una joven democracia "si no esperas que algo bueno te suceda más tarde, no hay ninguna razón para no dar rienda suelta a cualquier cosa que tengas entre manos en este momento. Para ejercer el autocontrol, tienes que asegurarte de que tu objetivo estará allí cuando llegues".
Por último, algo así como la criptonita de la función ejecutiva: el estrés. Algo que
Mischel ha podido comprobar en multitud de estudios es que el estrés atiza la llama de la impulsividad y las emociones negativas activando el sistema caliente e inhibiendo al frío. "Uno de los mayores problemas es que en ambientes caóticos, donde la vida es extremadamente difícil es también difícil desarrollar esa clase de habilidades que más podrían ayudarnos a salir de esa situación", dice el autor de
El test de la golosina. En definitiva, concluye
Mischel, potenciar nuestra función ejecutiva es la clave para ser "agentes y no víctimas de nuestra biografía o nuestra historia".
Luis Quevedo, Comer o no comer la golosina, el mundo.es, 04/'5/2015