En respuesta, los genetistas conductuales siguieron produciendo estudio tras estudio, y refinando los modelos de investigación durante los años ochenta del siglo pasado. Por fin, Steven Pinker resumió los principales resultados para un público hasta entonces expuesto sólo a las ideas de los críticos: “un resumen normal (de la genética de la conducta) es que aproximadamente la mitad de la variación en inteligencia, personalidad y resultados vitales es heredable” (La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. 2003). Un metaanálisis reciente, publicado en Nature (Polderman et al., 2015), basado en 2748 estudios y más de 17000 rasgos humanos, básicamente corrobora el comentario: los genes explican la mitad de la variación, mientras que las influencias del “ambiente compartido” es escasa. Por otro lado, la variación genética aditiva –es la más significativa. Es decir, generalmente hay muchos genes implicados en cada conducta, en consistencia con la “cuarta ley” (Chabris et al., 2015) de la genética conductual.
Parte de las resistencias populares contra el “principio fuerte de la herencia”, para decirlo a la manera de Darwin, probablemente proceden de una comprensión defectuosa sobre el concepto de “heredabilidad”. Para los biometristas la heredabilidad de un rasgo humano (o animal) cualquiera consiste simplemente en una estimación aproximada de la medida en que la variación de este rasgo es debida a factores genéticos. La variación total de un fenotipo sería igual a la a la suma de los factores genéticos (aditivos y no aditivos) más los factores ambientales (ambiente compartido o no): Vp = (Va + Vna) + (Vc + Ve). Ningún rasgo humano de conducta está determinado al 100% por los genes y ninguno tiene un 0% de influencia genética. Por otra parte, no cabe identificar los factores ambientales con la “educación” o la “cultura”, como se hace a menudo, puesto que muchos de estos factores son desconocidos, o bien son simplemente azarosos.
La genética de la conducta también afecta a un área social particularmente sensible: las conductas criminales y antisociales, y es por tanto de un interés enorme para informar a la criminología – y últimamente a las políticas públicas.
Según el resumen de Barnes y sus compañeros, que han salido al paso de las criticas recientes –junto con llamadas apenas veladas a la censura– al estudio de la genética criminal en un largo trabajo publicado en la revista Criminology (2014)">[www.researchgate.net] , aproximadamente el 50% de la varianza en fenotipos antisociales –es decir, enteramente según lo esperado– puede atribuirse a influencias genéticas, seguido por influencias ambientales únicas (no compartidas) y en mucha menor medida por influencias comunes. Los estudios sobre heredabilidad serían el “primer paso” en una larga y tortuosa marcha hacia una criminología biosocial, y de hecho estarían más sólidamente asentados en evidencias que los estudios basados en epigenética e interacción gen ambiental. Frente al entusiasmo de los sociólogos y algunos comentaristas, otros estudios indican que hasta el 90% de los trabajos que detectan efectos gen ambientales probablemente son falsos positivos (Duncan y Keller, 2011), lo que ha dado como resultado que algunas revistas científicas endurezcan recientemente sus criterios de revisión.
Estos hallazgos vienen a sumarse a una tendencia teórica prometedora dentro de la criminología que favorece explicaciones genéticas y evolucionistas de la conducta humana antisocial, al menos desde el estudio seminal de Margo Wilson y Martin Daly, Homicide. Foundations of human behavior, publicado ya en 1988 (Hay edición española: Homicidio, publicado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica). Un estudio reciente, en este mismo sentido, es el del profesor de criminología Russil Durrant, Evolutionary criminology: Towards a comprehensive explanation of crime, publicado este mismo año.
Eduardo Zugasti, La conducta antisocial también está en los genes, cultura 3.0, 07/06/2015