El cerebro necesita el cuerpo para sustentarse y el cuerpo necesita el cerebro para que lo controle y lo obligue a hacer cosas necesarias. (En realidad, están mucho más interconectados todavía, pero de momento conformémonos con esta descripción). De ahí que buena parte del cerebro esté dedicada a procesos fisiológicos básicos, a la supervisión de funciones internas, a la coordinación de respuestas a los problemas, a hacer limpieza y volver a poner las cosas en su sitio. A labores de mantenimiento, en resumidas cuentas. Las regiones que controlan esos aspectos fundamentales –el tallo cerebral y el cerebelo- se engloban a veces bajo la denominación de cerebro “reptiliano” para destacar su naturaleza primitiva, porque se dedican a hacer lo mismo que el cerebro hacía cuando éramos reptiles, en la noche de los tiempos. (…) Sin embargo, todas esas otras facultades más avanzadas de las que disfrutamos los humanos moderna –la conciencia, la atención, la percepción, el raciocinio- se localizan en el neocórtex (el córtex es la corteza cerebral, y “neo” significa precisamente eso: “nuevo”). La configuración real es mucho más compleja de lo que esas etiquetas dan a entender, pero tomémoslas aquí como un útil atajo conceptual.
Usted seguramente supone que esas partes diferentes –el cerebro reptiliano y el neocórtex- funcionan de forma conjunta y armoniosa, o que, cuando menos, la una no influye en la otra. Pero eso es mucho suponer. Si alguna vez ha trabajado por un jefe controlador y obsesionado por “microgestionarlo” todo, sabrá cuán ineficiente puede ser una distribución de tareas como esa. Tener a alguien menos experimentado (pero de rango técnico superior) todo el rato encima, dando órdenes poco fundamentadas y haciendo preguntas estúpidas, solo sirve para dificultar las cosas. Pues bien, el neocórtex hace eso continuamente con el cerebro reptiliano.
Ahora bien, no es una intromisión exclusivamente unidireccional. El neocórtex es flexible y receptivo; el cerebro reptiliano es un animal de costumbres fijas y no es nada dado a cambiarlas. Todos hemos conocido a personas que piensan que saben más porque son mayores o porque llevan más años haciendo una misma cosa. Trabajar con ellas puede ser una pesadilla, como intentar programas ordenadores junto a alguien que insiste en usar una máquina de escribir para tal menester porque “así es como se ha hecho toda la vida”. El cerebro reptiliano puede tener una incidencia análogo a esa, desbaratando con su intervención cosas potencialmente muy útiles. (18-19)
Dean Burnett,
El cerebro idiota, Editorial Planeta 2016