by Enrique Flores |
La campaña electoral es una fiesta narcisista. Pero no porque los candidatos se paseen por los platós de televisión exhibiendo sus dotes seductoras, artísticas o culinarias. Los narcisistas somos nosotros, los votantes. Y los candidatos lo saben. Los más listos dedican sus esfuerzos a ponernos un enorme espejo delante que, como a Narciso, nos recuerde qué bellos y bellas somos.
Los políticos nos piropean. Trabajadores por cuenta propia, autónomos, emprendedores, pensionistas, urbanitas y gentes del mundo rural, nos emocionan hasta vuestras alcachofas. Y qué injusto ha sido el país con vosotros. Pedid y os será concedido. No, yo no voy a exigiros nada a cambio. Faltaría más, con todo lo que ya habéis sufrido ya. Os han “machacado a impuestos”, habéis sido “víctimas de la austeridad”. Merecéis que alguien compense vuestros esfuerzos.
¿Cómo es posible que, con lo hermosos que sois, el país esté tan feo? Pues porque habéis estado gobernados por malos representantes, unos políticos que no han escuchado vuestras voces cristalinas. No necesitáis ningún representante excepcional. Vosotros sois los excepcionales. Necesitáis políticos que os escuchen, que atiendan vuestras demandas en lugar de perseguir sus mezquinos intereses.
Las campañas electorales han cambiado de naturaleza. Durante la época de los partidos de masas, los candidatos ponían el énfasis en el programa. Se votaba a aquellos que mostraban unas propuestas programáticas más atractivas. Con la llegada de la televisión y los grandes medios de comunicación de masas, el foco giró al candidato. Se premiaba a quienes proyectaban un candidato más atractivo. Guapo como Kennedy, carismático como Clinton, o campechano como Bush (hay equivalentes en España, pero seguramente no nos pondríamos de acuerdo en quién ha sido qué). La eclosión de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha movido el protagonismo de la campaña hacia los votantes mismos. Se confía en los candidatos que presentan a una ciudadanía más atractiva. En quienes nos ensalzan más. Y estén más dispuestos a mimarnos.
Hoy no nos interesan mucho los programas. Aunque todos nos quejemos de la poca sustancia de los debates políticos, la comunicación política del 26-J —responsabilidad colectiva de medios y de los asesores de los candidatos que, de hecho, son perfiles profesionales muy similares— se basa más en “relatos íntimos” o en la “trastienda de la campaña” que en la discusión programática. Cuentan más las interacciones entre candidatos y votantes (o, mejor aún, sus niñas y niños) que entre los propios candidatos. Los debates públicos donde los candidatos pueden mostrar la fortaleza y debilidad de sus propuestas en contraste con la de sus oponentes son sustituidos por encuentros entre candidatos y gente corriente. Quienes interrogan a los candidatos son familias sentadas en el sofá de sus casas, estudiantes en sus clases o presentadores afables que tratan de reproducir el lenguaje, y la escenografía, de la calle en sus programas de entretenimiento. Estos programas no versan sobre el político entrevistado, sino sobre nosotros mismos. No revelan cómo es el político en la intimidad, sino cómo es nuestra intimidad. El objeto no es retratar a Mariano, Pablo, Pedro o Albert; sino reflejar nuestra cotidianidad. Un espejo.
Y es que, a pesar de la insistencia de tantos analistas en que la política se ha personalizado mucho, en el fondo no nos interesan los candidatos. No nos importa demasiado cómo son. No les votamos porque tengan un carácter sólido. Nos da igual si antes se declaraban comunistas, luego posideológicos y ahora socialdemócratas. Como a los votantes de Trump les da igual que éste defienda que vuelvan las tropas y que se deporte a todos los inmigrantes indocumentados y al día siguiente que se bombardee Siria y que se legalice a muchos indocumentados. No les votamos porque nos caigan bien. Más bien, tendemos a juzgarlos como excesivamente soberbios o planos. Ni tampoco porque sean moralmente rectos. Toleramos que sean pillos o incluso laxos con la corrupción.
Les votamos por lo que dicen, explícita o implícitamente, sobre nosotros mismos. Confiamos en un candidato no porque nos caiga bien, sino porque nos hace caer bien a nosotros mismos. No votamos a un gran político, sino al que nos hace sentir grandes. No al político más preparado, sino al que nos hace creer que nosotros somos los más preparados.
En la nueva política, los candidatos que más estimulan nuestro ego son los más exitosos. Y hay dos fórmulas para conseguirlo. La primera es empoderarnos: elevarnos a la categoría de decisores políticos. Es ideal para los asuntos controvertidos, desde la pertenencia a la UE y la vertebración territorial del país al diseño de la política de defensa. Como Poncio Pilatos, los políticos se lavan las manos y dejan que sea el pueblo quien decida. Los procesos participativos y referendos proliferan en toda Europa, tanto en la radical Grecia como en el conservador Reino Unido, tanto para decidir qué hacer con un tranvía como para permanecer en la UE. Y si hay una característica que une a los seguidores de Trump es que consideran que su voz no cuenta a la hora de tomar las políticas públicas. Con lo que, si accede a la presidencia americana, no es descartable que las decisiones más controvertidas se acaben tomando vía SMS de los telespectadores como en Eurovisión o en un concurso de belleza.
La segunda estrategia es regalarnos políticas customizadas. Sí, desde siempre los políticos han prometido mucho. Subrayaban los beneficios de sus políticas y dejaban la financiación para la letra pequeña. Pero debían ofrecer paquetes estandarizados, para todos por igual. Eso eran las ideologías. Ahora, parcelan sus productos para cada nicho de votantes. Desgravaciones para los autónomos, rebajas fiscales para los jóvenes emprendedores, horas de trabajo semanal para los funcionarios, actualización de las pensiones de acuerdo con el IPC… Los políticos se reúnen con representantes de los grupos de interés, constatan lo “legítimas” que son sus demandas, y las incorporan en sus programas, que se convierten en un mero reflejo de las mismas. Un espejo.
La nueva política es un tiempo de ideologías delgadas. Pero también de candidatos delgados. Pues lo que importa no son los programas ni los políticos, sino nosotros. Y nuestros intereses más particulares y más egoístas. Esos sí que han engordado.
Victor Lapuente Giné, Campaña narcisista, El País 19/06/2016