Qué malo y nefasto nos parece ser ignorantes. Y no digo nada si presentamos la ignorancia como incompetencia, como un no saber hacer algo en nuestras vidas. La autoestima se nos encoje cuando reconocemos que no sabemos hacer, y la de los filósofos parece ser la actividad dedicada específicamente a esto: a mostrarnos que no sabíamos donde antes creíamos que sí. Por eso es tan delicado ejercitar la filosofía, porque somos las personas las que parecemos estar en juego en ella, precisamente porque, ausentes las respuestas genéticas, solo contamos con las de nuestra cultura para saber quiénes vamos siendo y quiénes deseamos ser, y si cuestionamos estas soluciones (resultados) que tenemos a mano en nuestros entornos de convivencia, es comprensible que nos sintamos más débiles, más indefensos y mucho más torpes y extraviados que cuando creíamos contar con un repertorio de respuestas, es decir, con unas maneras de vivir a prueba de bombas.
Sin embargo, la filosofía procura el cuidado de nuestra fragilidad precisamente poniendo en valor la incompetencia para cultivar el deseo continuo de crecimiento personal. Es decir, la actitud filosófica llama nuestra atención sobre los procesos de investigación, de búsqueda, y no tanto sobre los resultados, porque hace que el proceso sea el resultado. La aventura del juego filosófico de lo posible es el proceso mismo de andar investigando acerca de nuestras habilidades en el entorno para saber cómo hacer nuevos vínculos de reconocimiento mutuo entre personas. De ahí que sea atractivo imaginar la actividad del filósofo con ese penúltimo verso del poema
Los justos de
Borges que dice: “el que prefiere que los otros tengan razón”. Si tener razón es entrenar la habilidad lingüística o simbólica de crear mundos con nuestra humana medida de las relaciones personales en el entorno; y si esto acontece en los usos públicos de los juegos de lenguaje que compartimos en nuestras redes de relaciones, entonces, que los otros tengan razón señala nuestra preferencia por mantener la conversación entre personas acerca de qué consideramos mejor o peor para nuestros estilos de vida en común. En este sentido, la razón no se tiene, se hace: la razón es la medida del mundo o el relato del estilo de vida en común que hacemos venir en las redes de relaciones simbólicas que inventamos. Imaginamos medidas o maneras de vivir filosóficas manejándonos con los asuntos humanos en la conversación metanarrativa abierta en los mismos entornos de convivencia que ponemos en cuestión, entre interrogantes de deseabilidad.
Los educadores, cuando filosofamos nuestra ignorante incompetencia, hacemos de esta un motor de búsqueda, un fortalecimiento del poder que mostramos con nuestra voluntad de investigar el sentido del mundo. Y así, el elogio de nuestra incompetente ignorancia es una alabanza del cuidado de la fragilidad de los procesos de comunicación en los que inventamos los estilos de vida que vamos haciendo venir. Es un elogio del relativismo, con su finitud, su incompletud y su invitación a valorar cualquier situación de ignorancia como una experiencia de transformación. La educación filosófica es el tiempo de juego de la humana medida de nuestras creencias para recrear las maneras de relacionarnos que hacen que para nosotros valga la pena vivir. Lo que ponemos en juego es cómo queremos jugar, para qué hacer venir unos u otros imaginarios de persona, sociedad y educación.
La incompetencia como metáfora de investigación o experiencia de transformación es análoga a la metáfora de la conversación filosófica: ambas son realidades situadas, que se sostienen en el proceso mismo de su acontecer, de su hacerse venir. Así que las de los filósofos son conversaciones que requieren cierto grado de incompetencia, de no saber lingüísticamente cómo hacer. Su habilidad no es la de los expertos, sino la de los ignorantes, la de nuevos usuarios que inician algo que desconocen.
Rodolfo Rezola,
Elogio de la filosofía. O el arte de emancipar las palabras, Claves de razón práctica nº 247