Uno de los grandes errores de la modernidad fue la búsqueda obsesiva de un fundamento irrefutable. Se buscaba una verdad, un primer principio que sirviera como base sólida para construir el gran edificio del saber. Realmente, ese fue el gran error de Descartes. Era una misión imposible, un imperdonable acto de arrogancia humana, y cualquier pretencioso intento de encontrar tal arkhé indestructible fue fácilmente desmontado por los grandes críticos de la Edad Moderna ¿Qué quedó entonces? La nada, el último hombre que diría Nietzsche, el nihilismo, el pesimismo existencial. Dios había muerto, por lo que nada tenía sentido.
Muchos se han quedado a vivir aquí, lamentándose eternamente de los fracasos de la razón humana, atrapados en una autodestructiva tragedia byroniana. Otros, sin embargo, han querido salir del abismo entrando en lo que se ha llamado la época o edad postmetafísica. Veamos este fragmento del precioso Las ciudades invisibles de Italo Calvino:
Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de administrable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de mano y aceras colgantes, coronadas por miradores abiertos de tejados cónicos, depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y ya indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si al que vive en Zenobia se le pide describa como sería para él una vida feliz, la que imagina es siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas flotantes, una Zenobia tal vez totalmente distinta, con estandartes y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella.
Los habitantes de Zenobia ignoran el fundamento, el propósito que dio forma a su ciudad. Sin embargo, eso no les impide vivir ni afecta en nada a su bienestar o felicidad. El hecho de desconocer el origen de sus deseos no impide que no deseen. Los habitantes de Zenobia viven sin fundamento (como todos nosotros y como, prácticamente, todos los hombres de la historia de la humanidad) y viven bien. El peligro está cuando llega ese fundamento, cuando llega un deseo que, como nos dice Calvino en el último párrafo, puede llegar a borrar la ciudad o ser borrado por ella.
El peligro estriba en cuando llega un deseo intemporal, descontextualizado y, por lo tanto, totalizador (y totalitario: hablamos de Zenobia pero podríamos hablar de Berlín). Cuando, por ejemplo, llega alguien que quiere una Zenobia absolutamente diferente a la que hay, sin ningún pilote, una Zenobia a ras de suelo. Sería un Descartes que, viendo que Zenobia no tiene fundamento, la desecha y funda otra, radicalmente nueva, desde cero. Aquí solo podrían pasar dos cosas: o el deseo cartesiano destruiría Zenobia o la propia Zenobia destruiría a Descartes. El sueño de Descartes sería un goyesco sueño de la razón que terminaría, sin duda, en pesadilla.
Por eso, vivir sin fundamento, es decir, vivir sin dogmatismos, teniendo muy claro que nuestro conocimiento es rudimentario, provisional, precario y completamente falible, es el mejor antídoto contra cualquier pretensión totalizadora. Pero vivir sin fundamento no nos debe llevar, desde luego, a ningún tipo de pesimismo o nihilismo, tan propios del siglo XX o del pensamiento postmoderno; ni siquiera a un pensamiento débil (del que tanto se ha abusado). No debemos caer ni en el nada vale ni en el todo vale, porque no es cierto. No hay más que mirar a nuestro alrededor: el mundo, Zenobia, funciona. Y en él, desde luego hay verdades, reglas, principios que viven bastante ajenos a cualquier absurdo vacío existencial.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Vivir sin fundamento, La máquina de Von Neumann 22/09/2016