by Marion Fayolle |
Todo comenzó a principios de la década de los setenta, cuando los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky llevaron a cabo una serie de experimentos que mostraban que todos, incluso las personas muy inteligentes, tendemos a la irracionalidad. En una amplia gama de situaciones posibles, según revelaron los experimentos, la gente usualmente toma decisiones basadas en la intuición más que en la razón.
En un estudio, los profesores Kahneman y Tversky pedían a la gente que leyera el siguiente esbozo de la personalidad de una mujer llamada Linda: “Linda tiene 31 años, es soltera, franca y muy brillante. Estudió filosofía. Cuando era estudiante, le preocupaban las cuestiones de discriminación y justicia social, y también participaba en manifestaciones antinucleares”. Luego les preguntaban a los sujetos cuál era más probable: A) Linda es cajera o B) Linda es cajera y feminista activa. Ochenta y cinco por ciento de los sujetos escogieron B, aunque desde la lógica, A es más probable (todas las cajeras feministas son cajeras, aunque algunas cajeras pueden no ser feministas).
En el problema de Linda, somos presa de la falacia de la conjunción: la creencia de que la concurrencia de dos eventos es más probable que la ocurrencia de uno solo. En otros casos, al juzgar la probabilidad de los eventos, ignoramos información sobre su prevalencia. Dejamos de considerar explicaciones alternas. Evaluamos la evidencia de manera que sea congruente con nuestras creencias previas, y así seguimos. Al parecer, los humanos somos esencialmente irracionales.
Sin embargo, a partir de finales de la década de los noventa, los investigadores comenzaron a añadir un giro significativo a esa opinión. Tal como el psicólogo Keith Stanovich y otros observaron, incluso los datos de Kahneman y Tversky mostraban que algunas personas son muy racionales. ¿Quiénes son estas personas más racionales? Es de suponer que son las más inteligentes, ¿cierto?
Falso. En una serie de estudios, el profesor Stanovich y sus colaboradores pidieron a muestras grandes de sujetos (por lo general varios cientos) que llenaran pruebas de juicios como el problema de Linda, además de someterlos a una prueba de coeficiente intelectual (IQ). El hallazgo más importante fue que la irracionalidad (o lo que el profesor Stanovich llamó “disracionalidad”) se correlaciona de manera relativamente débil con el IQ. Una persona con un IQ alto tiene las mismas probabilidades de padecer disracionalidad que una con un IQ bajo. En un estudio llevado a cabo en 2008, el profesor Stanovich y sus colegas presentaron a los sujetos el problema de Linda y encontraron que aquellos con un IQ alto eran, en todo caso, más susceptibles de caer en la falacia de la conjunción.
Con base en esta evidencia, el profesor Stanovich y sus colaboradores introdujeron el concepto de coeficiente racional (RQ). Si una prueba de IQ mide algo como los caballos de fuerza de la inteligencia en crudo (el razonamiento abstracto y la habilidad verbal), una prueba de RQ mediría la propensión al pensamiento reflexivo: alejarse del pensamiento propio y corregir sus tendencias defectuosas.
También hay evidencias ahora de que la racionalidad, en contraste con la inteligencia, puede mejorar si se le entrena. En un par de estudios publicados el año pasado en Policy Insights From the Behavioral and Brain Sciences, la psicóloga Carey Morewedge y sus colaboradores pidieron a los sujetos (más de 200 en cada estudio) que respondieran a una prueba para evaluar su susceptibilidad a caer en distintos sesgos en la toma de decisiones. Luego, algunos de los sujetos vieron un video sobre el sesgo en la toma de decisiones, mientras que otros jugaron un juego interactivo en computadora diseñado para reducir el sesgo a través de simulaciones de toma de decisiones en el mundo real.
En los juegos interactivos, después de cada simulación, una revisión instruía a los sujetos sobre sesgos de toma de decisiones específicos y les daba retroalimentación individualizada sobre su desempeño. Inmediatamente después de ver el video o recibir el entrenamiento a través de la computadora, y luego después de dos meses, los sujetos respondieron una versión distinta de la prueba de toma de decisiones.
La profesora Morewedge y sus colaboradores encontraron que el entrenamiento por computadora llevó a reducciones estadísticamente mayores y más durables del sesgo de toma de decisiones. En otras palabras, los sujetos se mostraron considerablemente menos sesgados después del entrenamiento, incluso después de dos meses. La disminución fue mayor en los sujetos que recibieron el entrenamiento por computadora que en quienes lo recibieron a través del video (aunque en este último grupo también fue grande). Aun cuando hay escasas evidencias de que cualquier tipo de “entrenamiento cerebral” tenga algún impacto en la vida real sobre la inteligencia, puede ser posible entrenar a las personas para que su toma de decisiones sea más racional.
Por supuesto, es poco realista pensar que alguna vez vayamos a vivir en un mundo donde todos sean completamente racionales. Sin embargo, al desarrollar pruebas para identificar a los más racionales de entre nosotros, y al ofrecer programas de entrenamiento para disminuir la irracionalidad en el resto, los investigadores científicos pueden dar a la sociedad un empujoncito en esa dirección.
David Z. Hambrick y Alexander P. Burgoyne, No es lo mismo ser racional que ser inteligente, The New York Times 22/09/2016
David Z. Hambrick es profesor del Departamento de Psicología en la Universidad Estatal de Michigan, donde Alexander P. Burgoyne es estudiante de posgrado.