No ha existido nunca duda alguna acerca de que en determinadas circunstancias, la emoción perturba el razonamiento. La evidencia es abundante y constituye el origen del sabio consejo con el que hemos sido criados: “¡Ten la cabeza fría, mantén las emociones a raya!” No dejes que tus pasiones interfieran en tu decisión. (…)
Hay mucha sabiduría en esta extendida creencia, y no negaré que la emoción incontrolada o mal dirigida puede ser una causa principal de comportamiento irracional. Tampoco negaré que la razón aparentemente normal puede verse perturbada por sesgos sutiles arraigados en la emoción. Por ejemplo, es más probable que un paciente prefiera un tratamiento si se le dice que el 90 por ciento de los tratados con él siguen vivos pasados cinco años, que si se le dice que el 10 por ciento murieron. Aunque el resultado es exactamente el mismo, es probable que los sentimientos que despierta la idea de la muerte lleven a rechazar una opción que se adoptaría si la elección se hubiera construido del otro modo, esto es, en pocas palabras, una inferencia inconsistente e irracional. Que la irracionalidad no resulta de la falta de conocimiento viene confirmado por el hecho de que los médicos no responden de manera distinta a los pacientes que no lo son. No obstante, lo que el relato tradicional no dice es una noción que surge del estudio de pacientes tales como Elliot y de otras observaciones que discuto a continuación: la reducción de las emociones puede constituir una causa igualmente importante del comportamiento irracional. (62)
Antonio R. Damasio,
El error de Descartes, Crítica, Barna 2001