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La socialdemocracia europea está sufriendo una pérdida progresiva de apoyo social, y ha pasado de ser una fuerza articuladora de mayorías sociales durante la segunda mitad del siglo XX a una fuerza en manifiesto declive durante lo que va de siglo XXI y, especialmente, desde el inicio de la Gran Recesión. Los datos electorales avalan esta idea. Según la investigación del profesor Ignacio Sánchez Cuenca sobre partidos socialdemócratas de 12 países europeos entre los años 1950 y 2015, las tendencias son las siguientes: 1. Desde 1950 hasta el presente, los socialdemócratas han perdido por término medio 12 puntos. 2. La fase dorada de la socialdemocracia se corresponde con el período 1950-1970; a partir de esta última fecha se produce un cambio paulatino y continuo (que coincide con un período de aumento de la globalización). 3. Aunque la socialdemocracia pierde votos desde la década de los setenta, la decadencia se acelera a partir de la llegada del siglo XXI, y con más rapidez a partir de 2008. 4. Si nos centramos en los años de la crisis, el PSOE es el partido socialista europeo que más ha caído después del griego PASOK (éste consiguió el 43,9% de los votos en el año 2009 y el 7% en 2015; el PSOE ganó las elecciones en 2008 con el 43,9% y ahora roza el 20%).
El marco de referencia de nuestra época es la globalización. Muchos analistas han verificado cómo mientras el fundamentalismo capitalista se globalizaba, la socialdemocracia se paralizaba ante este fenómeno (que no es nuevo en la historia: hubo otro episodio globalizador muy significativo en la última parte del siglo XIX y primeros años del XX, antes de las dos guerras mundiales). Mientras la globalización iba más allá de las instituciones que regulan, estabilizan y legitiman al sistema económico, la socialdemocracia permanecía cómplice de esta forma de entender el mundo, de tal manera que se decía que conservadores y socialdemócratas se asemejaban a los gemelos de Alicia a través del espejo.
PERDEDORES
La globalización ha generado nuevos perdedores: entre ellos están los parados estructurales de los países desarrollados (aquellos que no volverán a encontrar un puesto de trabajo por haberse quedado obsoletos); los jóvenes, los que se han quedado atrás en la revolución digital (o porque son incapaces de formarse o porque ésta ha arrasado con los sectores en los cuales trabajaban, convirtiéndolos en industrias de chimenea), o los perdedores aspiracionales que, por un cúmulo de circunstancias, se han quedado prácticamente sin expectativas de futuro.
Es a estos caladeros a los que ha dejado huérfanos, en buena parte, la socialdemocracia. El politólogo José Fernández Albertos ha significado las contradicciones a las que han tenido que enfrentarse los partidos socialistas: cómo las demandas contradictorias procedentes de diferentes grupos de electores a los que los socialdemócratas aspiran a representar, crean un dilema electoral para estos partidos. Si desatienden a los trabajadores precarios, a los excluidos, a los desempleados (los que en literatura sobre el mercado de trabajo se llaman los outsiders), es posible que emerjan nuevos partidos radicales que aspiren a representar a estos votantes. Si desprecian las demandas de los trabajadores estables, con mayores ingresos, de mayor edad (losinsiders), muchos de esos votantes, que han sido el caladero natural de los partidos socialdemócratas, estarán tentados de votar por partidos más a la derecha que tengan en el centro de su agenda la estabilidad del orden social existente.
Todos los estudios demoscópicos muestran que donde se ha producido la mayor sangría para la socialdemocracia ha sido en el segmento de los más jóvenes, que son los más devaluados no sólo en sus expectativas de futuro, sino en su presente. En el mes de octubre pasado el diario The Independent (que ya sólo existe en su versión digital) publicaba un informe del Instituto de Estudios Fiscales británico según el cual los niños de la era Thatcher tienen la mitad de la riqueza que la generación anterior. Las personas nacidas en la década de los años ochenta (los millennials) son la primera generación desde la postguerra que llega a los treinta años con ingresos menores que los nacidos en la década anterior. Esta propensión al empobrecimiento se aceleró desde 2008.
¿ACCIDENTE HISTÓRICO?
Se puede extrapolar esta tendencia a la mayor parte de los países europeos. Ello significa que ya no es sólo una hipótesis que, como media, los jóvenes vivirán peor que sus predecesores, sino una realidad. Esto suscita una cuestión: ¿se trata de un accidente histórico que afecta a tan sólo una generación o es una inclinación de largo plazo que podría llevar a que los nietos también vivieran peor que sus padres y sus abuelos? El historiador económico Nial Ferguson ha escrito: “El mayor desafío que afrontan las democracias modernas es el de restaurar el contrato entre generaciones”. Esta situación puede ayudar a explicar, al menos en parte, el alejamiento de los jóvenes respecto de partidos que consideran parte del establishment y que han consentido, durante décadas, su alejamiento de las expectativas de futuro.
Ello es especialmente lacerante en el espacio geográfico europeo. Lo sucedido durante la Gran Recesión —políticas de austeridad expansiva que han llevado a muchos ciudadanos, especialmente de Europa del sur, a ser más pobres, más desiguales, más precarios, menos protegidos socialmente y más desconfiados (por ello han acudido a nuevas formaciones políticas, buscando su auxilio), al tiempo que no solucionaban el problema del endeudamiento, para el que fueron puestas en marcha— suscita un nuevo dilema, central para el futuro de la socialdemocracia: si el principal responsable de lo que está pasando en Europa es la hegemonía completa de la política y de las ideas conservadoras, o es el propio modelo europeo el que está fallando. O dicho de otra manera: si es posible practicar políticas de izquierdas (o socialdemócratas) en esta Europa del siglo XXI. Si el tipo de políticas redistributivas a la inversa que han sido dominantes en Europa durante la última década fuera debido a la hegemonía conservadora, la solución sería un vuelco electoral; si se trata del modelo, será mucho más difícil construir otro alternativo con una correlación de fuerzas tan adversa.
El centro izquierda de toda Europa no sólo ha aceptado esta política de austeridad expansiva, sino que en muchos momentos la ha dirigido activamente, lo que no ha hecho más que perjudicar a su supuesto núcleo de votantes (entre ellos, de manera central, a los jóvenes). En 2014, la Fundación Ebert, del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), concedió el premio a la mejor publicación económica en lengua alemana de ese año al libro Austeridad. Una idea peligrosa, del profesor de la Universidad de Brown Mark Blyth. Éste, en su discurso de recogida del galardón, puso el dedo en la llaga: “Lo importante [para los socialdemócratas] es que recuperen su voz, no sólo su memoria histórica. Su porcentaje de votos no cae porque hagan lo mismo que están haciendo los conservadores. Cae porque si todo lo que hacen es eso, ¿por qué debería votarles alguien?”. El límite exterior a su acción es un nuevo freno a la práctica política de los socialdemócratas europeos.
La seña de identidad de la socialdemocracia, desde su nacimiento, ha sido la lucha por la igualdad. El crecimiento exponencial de la desigualdad en el interior de los países europeos es una consecuencia de un fracaso. Desde los años ochenta del siglo pasado, cuando comienza la hegemonía de la revolución conservadora, se ha producido un “vuelco hacia la desigualdad”, como subraya el profesor de la London School of Economics Anthony Atkinson en su libro Desigualdad, impagable para el estudio de estos problemas. A los interrogantes de por qué disminuyó la desigualdad en Europa a partir de la segunda posguerra mundial (los años dorados de la socialdemocracia) y por qué hubo un cambio de tendencia desde la década de los ochenta, Atkinson responde: por la creación del Estado de bienestar, la expansión de las transferencias, la creciente participación de los salarios y los impuestos progresivos como resultado de la intervención del Estado (“garante de los riesgos” de los ciudadanos) y de la negociación colectiva; cuando estos factores se revierten o tratan de ser finiquitados se inicia la involución, no la revolución.
La desigualdad ha crecido tanto que se ha convertido en el eje de uno de los debates centrales en todo Occidente y en todas las opciones políticas, dejando de ser un argumento exclusivo de la socialdemocracia. Las políticas públicas impulsadas por ésta han cambiado de modo considerable a lo largo del tiempo. A mitad del siglo pasado (primera socialdemocracia) las políticas de nacionalización de los medios de producción fueron sustituidas por medidas redistributivas basadas fundamentalmente en el gasto social (segunda socialdemocracia). Con la llegada de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y sus epígonos conservadores al poder, la tercera socialdemocracia (la tercera vía) redujo las políticas económicas intervencionistas en los programas electorales, aunque mantuvo, o pudo reducir poco (por la reacción de su base social), el porcentaje de gasto social como factor de redistribución.
Hoy en día, el combate contra la desigualdad a través del gasto social da señales de agotamiento (aunque en España no se haya llegado todavía a los porcentajes de la media europea) y de eficacia menguante, como demuestra que sigan incrementándose las desigualdades sociales sin disminuciones apreciables del gasto público. Se precisan nuevos mecanismos de intervención pública frente al debilitamiento del vínculo entre el crecimiento económico y la justicia social, tal como se pudo articular en el pasado. Algunos partidos socialistas europeos (los laboristas de Jeremy Corbyn, los franceses de François Hollande, los italianos de Matteo Renzi, etc.) han puesto en circulación el concepto de predistribución: un conjunto de políticas económicas que en lugar de fijarse en mitigar la desigualdad, se concentran en originar previamente menos desigualdad: tratar de incidir sobre las causas de la inequidad y no procurar paliar sus consecuencias.
PROPIETARIOS DEL SISTEMA
Ello implica superar el modelo Beveridge-Plus-Keynes, en palabras de Gosta Esping-Andersen. El premio Nobel de Economía James Meade, compañero de Keynes, lo definió del siguiente modo: “Reformar radicalmente los mercados y las relaciones de poder para empoderar a las clases asalariadas. Pasar de ser una democracia de propietarios a otra de ciudadanos propietarios del sistema”. El objetivo de las políticas de predistribución es promover las reformas de mercado que fomenten una distribución más equitativa del poder económico, antes de que el Gobierno recaude impuestos (redistribución a través del ingreso) o pague la protección social (redistribución a través del gasto).
Ello sería el objetivo de la cuarta socialdemocracia. Intensificar su relación crítica con el poder económico. Recuperar el concepto del “Estado asegurador de riesgos”, que fue la raíz de su identidad. Si no lo hace así es probable que se vea superada por quienes pretenden ocupar su espacio electoral y social por la izquierda, y que han nacido como consecuencia de la decepción de parte de ese electorado progresista con las políticas aplicadas o bendecidas por los socialdemócratas durante mucho tiempo, en especial durante la Gran Recesión. Ello comportará, además, recuperar un granero de votos tradicional de la socialdemocracia: el de los sindicatos, tan debilitados. Y un nuevo contrato social, caracterizado por una combinación de acuerdos implícitos y explícitos que determinen con claridad lo que cada grupo social aporta al Estado y lo que recibe de él. Sin ambigüedades.
Joaquín Estefanía, ¿Quién será la cuarta socialdemocracia?, Alternativas económicas 02/11/2016