Sant Agustí |
Es una frase de San Agustín –“credo ut intelligam”, creo para poder entender– adoptada siglos después como máxima de filosofía cristiana por S. Anselmo de Canterbury, la que mejor representa el principio epistémico dominante en el mundo premoderno. Es necesario primero creer para poder después entender.
Las verdades teológicas y principios morales de la religión cris-tiana no son obvios en el mundo natural, y si bien la razón no entra necesariamente en contradicción con los principios de la fe, ésta no es susceptible de ser demostrada racionalmente. Por tanto, la creencia, la fe, el voluntario asentimiento a la autoridad bíblica o eclesiástica, se convierte en condición indispensable para poder entender la verdad que esa autoridad posee y nos transmite.
Se trata de un asentimiento que se produce mediante adhesión. Una vez que nos adherimos a un determinado grupo, o que algo en ese grupo despierta nuestra admiración, tendemos a adquirir su ideología al por mayor. No significa esto que la persuasión racional no juegue ningún papel, pero rara vez será suficiente de por sí para atraer un nuevo adepto. De ahí el tradicional cuidado de la Iglesia en evitar el escándalo, término éste que en el contexto eclesiástico no tiene nada que ver con su significado popular de alboroto, sino que hace referencia a la decepción, al desencanto, a una emoción que se resquebraja. La idea es que la mera creencia racional no se sostiene por sí sola. Es necesaria la emoción subyacente.
El principio epistémico de creer primero para entender después toma como fundamento y punto de referencia a la autoridad. Uno cree porque confía, en el contexto en que escribe San Agustín, en la autoridad bíblica o eclesiástica. Es decir, acepta la superioridad de dichos agentes. Una vez producido nuestro asentimiento, nuestra racionalidad, nuestra lógica, se adaptan, dando máxima relevancia a aquellos aspectos de la realidad que parecen confirmar lo que hemos decidido creer, y restando importancia o deliberadamente ignorando aquellos otros aspectos de la realidad que restan credibilidad a nuestras creencias. Esa visión selectiva termina conformando una weltanschauung basada en la autoridad, y en la presunción de que los agentes de esa autoridad son vera-ces, objetivos y benevolentes.
Ese mecanismo, imperante en la visión cristiana medieval, continúa siendo habitual incluso en el mundo secular de nuestros días. Nuestra incondicional adhesión a un movimiento social, partido o ideología tiene frecuentemente más de emocional que de racional, responde esencialmente a dicho principio epistémico. Y lo mismo se puede decir de la fe ciega en la ciencia y en los científicos, característica definitoria de la modernidad.
A partir del siglo XV, la aceptación de la autoridad como fuente de verdad y razón empieza a dar paso al entendimiento de la realidad basado en la observación empírica. En unos casos –por ejemplo, la disección de cadáveres– dicho empirismo no entrará en conflicto con el principio de fe en la autoridad. No así en las observaciones astronómicas de Copérnico y Galileo.
Es precisamente en el ámbito de la teología donde se introduce con la Reforma protestante un radical proceso de racionalización, un repudio de la autoridad institucional del clero y de su monopolio de la verdad. Tal rechazo del principio de autoridad en el ámbito teológico tendrá, como es hoy generalmente reconocido, importantes consecuencias para el desarrollo intelectual e incluso económico (si aceptamos las teorías de Max Weber) de la cultura occidental. Si bien la Contrarreforma intentará restituir el principio de autoridad como vía de acceso al conocimiento (es decir, al conocimiento de la verdad), no será a mucho tardar que sean incluso pensadores católicos como René Descartes quienes propongan la evidencia racional por sí sola como único fundamento posible del conocimiento.
Juan Herrero Brasas, Conocimiento y poder: de San Agustín a San Foucault (I), Claves de razón práctica nº 247, Julio-Agosto 2016