Jurgen Habermas |
La racionalización del pensamiento político y el rechazo del origen divino del poder que representan las distintas teorías del contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau), la fe en la ciencia y en la observación empírica como fuente de verdad, y con ello el rechazo de la religión como fuente de conocimiento, son las bases sobre las que se establece el pensamiento ilustrado. Es bien conocido el ensayo del filósofo alemán Jurgen Habermas La modernidad: Un proyecto inconcluso (1981), en el que acuña la expresión “proyecto de la modernidad”. En discrepancia con el optimismo de Habermas, expresado en el mismo título del mencionado ensayo, cabría aventurar que la modernidad no es un proyecto inacabado, sino quizás más bien un proyecto fracasado.
Entenderé por modernidad la era que arranca en el siglo XVII con pensadores como Descartes y Hobbes, y alcanza su punto de ebullición en la Ilustración propiamente dicha del siglo XVIII, con sus elites intelectuales que lanzan esa promesa o proyecto de un futuro mejor, caracterizado por el control de las fuerzas de la naturaleza mediante el conocimiento científico, y el progreso en la moral y la justicia en las instituciones sociales, según palabras de Habermas. El proyecto de la modernidad era ante todo la promesa o expectativa de que la ciencia sería capaz de resolver nuestros problemas y enfermedades. A ello se añadía la aplicación de la racionalidad del mencionado ensayo, cabría aventurar que la modernidad no es un proyecto inacabado, sino quizás más bien un proyecto fracasado.–el espíritu científico y matemático– en la esfera de la política, lo que daría como resultado un mundo feliz., citando a Habermas una vez más. Para Habermas, “poco de ese optimismo queda[ba] ya en el siglo XX.” Su apego al pensamiento ilustrado le lleva a concluir que el problema es que el proyecto de la modernidad no está aún acabado, no está aún realizado del todo, por eso no vemos sus frutos.
En el paradigma epistemológico de la premodernidad, el teólogo, el sacerdote, era la autoridad que debíamos aceptar, aquel en cuya palabra debíamos creer para después entender. Con el paso al pensamiento moderno, el poder del teólogo se transfiere al científico, al experto, que ahora se convierte en la encarnación de la racionalidad y objeto de veneración social. El experto es, como la ciencia misma, objetivo, imparcial. Su pensamiento no obedece a intereses particulares, a partidismos, ni a especulaciones teológicas, sino a la pura razón basada en la evidencia científica y matemática. No más guerras de religión basadas en meras creencias imposibles de corroborar. La ciencia y el pensamiento racional prometen un mundo en paz, un mundo feliz en el que las discrepancias y desacuerdos se resolverán de un modo racional, imparcial, matemático. He ahí el proyecto de la modernidad.
El famoso dictum de Francis Bacon “conocimiento es poder” es axiomático en el pensamiento moderno. Es para el pensador moderno absolutamente evidente: quien tiene más estudios y titulaciones académicas conseguirá mejores empleos, quien sabe utilizar un ordenador será más productivo que alguien que aún usa una máquina de escribir, quien tiene conocimientos de agricultura sabe como manipular la tierra para hacerla más productiva, como también la hacía más productiva en épocas primitivas quien sabía arar frente al nómada. Esas formas de conocimiento confieren indudablemente poder a quienes las poseen. Sin embargo, sobre todos estos postulados de la modernidad surgirán en la segunda mitad del siglo XX, y hasta la actualidad, sombrías dudas que en algunos casos derivarán en feroces críticas y presentarán como ingenuo y fracasado el proyecto de la modernidad.
Juan Herrero Brasas, Conocimiento y poder: de San Agustín a San Foucault (I), Claves de razón práctica nº 247, Julio-Agosto 2016