A los pocos días, ese sujeto colectivo virtual salta a la arena real a través de una de las manifestaciones más multitudinarias de la historia europea. Esa turbulencia política fue un ejemplo de acción colectiva on-off que mostraba una nueva ciudadanía abstracta y la frontera porosa entre sujeto e internauta. Pero además, situó en el debate público un dilema profundo: ser o no ser Charlie.
Si “Charlie” se refería a los valores de una comunidad política, como la libertad de expresión o la tolerancia, ¿cómo explicar la reacción de una parte de la juventud de los barrios populares parisienses procedentes de la inmigración? ¿Llevar la broma al extremo nos condena a bordear la cultura del odio? ¿Acaso la exigencia de corrección política no se había establecido como garantía de respeto hacia grupos catalogados como débiles o de identidades excluidas?
Evitar mensajes humillantes parecía una pieza más en nuestra idea de tolerancia. Pero “Charlie” nos recordaba que el sentido de la tolerancia es político antes que moral, que implica una cierta falta de respeto y que, si no nos sintiéramos ofendidos, no podríamos ser tolerantes. Tolerar apunta a una idea de democracia fuerte: quien tolera tiene convicciones profundas, y quien sabe tolerar admite que su opinión está sujeta a discusión y no degenerará en dogma o prejuicio. Por eso Stuart Mill pensaba que, si no hubiera auténticos disidentes, tendríamos que inventar argumentos contra nosotros mismos, para “no caer en el profundo sueño de la opinión categórica”. Después del fusilamiento de los humoristas de Charlie nos hemos quedamos un poco más huérfanos de esa imaginación.
Máriam M-Bascuñán, #JeSuisCharlie, El País 14/01/2017