(...) En su espléndido ensayo
Verdad y política,
Hanna Arendt señala que “la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos sino también del hombre de Estado”. En el terreno de los hechos (dejemos a un lado la razón teórica con sus verdades analíticas geométricas o filosóficas), la verdad es inamovible pero podemos imaginar que podría haber ocurrido de otro modo. Precisamente el primer paso del hombre de acción –los políticos lo son o deben serlo– es imaginar realidades alternativas a la existente, de modo que la capacidad de mentir y mentirse forma parte de su kit profesional. Naturalmente, reconocer la verdad también es políticamente básico, aunque su carácter coactivo disguste a quienes anhelan manos libres para transformar lo dado. Solo hay dos campos de lo público, dice
Arendt, donde “contrariamente a todas las normas políticas, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más elevado del discurso y del empeño”. Son las instituciones judiciales y las instituciones “de enseñanza superior”(yo diría “de enseñanza” sin más). Es fundamental que dichos ámbitos no se encuentren directamente sometidos a los propósitos del poder ejecutivo y sus frecuentes mentiras por conveniencia. Puede que una cierta dosis de falsedad voluntaria sea necesaria incluso para los hombres de Estado más irreprochables, según apunta
Arendt, pero es seguro que no puede haber una política cuerda que prescinda completamente de la verdad, porque la verdad es la voz de lo real y la realidad puede temporalmente encubrirse pero no desconocerse permanentemente. (...)
¿Por qué será que los populismos abiertos o encubiertos que conocemos hagan del control de tribunales y aulas el primero de sus objetivos?
Fernando Savater, ¿Importa verdaderamente la verdad?, Tiempo 07/04/2017