La respuesta de lucha o huida comienza en el cerebro (…) La información que llega a dicho órgano desde los sentidos penetra en el tálamo, que es, en esencia, una especie de centro de recepción del propio cerebro. Si el cerebro fuera una ciudad, el tálamo sería como la estación principal a la que llega todo antes de ser enviado adonde corresponda. El tálamo está conectado tanto con las partes conscientes avanzadas del cerebro en la corteza como con las regiones “reptilianas” más primitivas en el mesencéfalo (o cerebro medio) y el tallo cerebral. (…)
A veces, llega al tálamo una información sensorial preocupante. Puede tratarse de algo que no nos resulte familiar, o que, aun siendo ya conocido para nosotros, pueda inquietarnos según el contexto. Si usted se encuentra perdido en el bosque y escucha un gruñido, la sensación le resultará poco familiar. (…) En cualquier caso, la información sensorial que llega así al cerebro viene marcada con la etiqueta “algo no va bien”. En el córtex, donde es información se procesa de forma más elaborada, la parte más analítica del cerebro la examina y se pregunta si hay motivos para preocuparse, al tiempo que revisa la memoria para comprobar si ya ha pasado antes algo similar. Si no encuentra suficiente información para determinar que aquello que estamos experimentando es seguro, puede desencadenar una respuesta de lucha o huida. (44-45)
Sin embargo, además de al córtex, la información sensorial se transmite también a la amígdala, la parte del cerebro responsable del procesamiento de las emociones fuertes (y del miedo, en particular). La amígdala no se anda con sutilezas: siente que algo podría estar mal y enciende una alerta roja de inmediato. La suya es una respuesta mucho más rápida que ninguno de los análisis complejos que puedan llevarse a cabo en el córtex. Eso explica por qué una sensación de miedo –un globo que estalla sin que nos lo esperáramos, por ejemplo- produce una reacción de susto casi instantánea, antes de que podamos haberla procesado lo suficiente como para caer en la cuenta de que su desencadenamiento era inofensivo. (45-46).
Dean Burnett, El cerebro idiota, Editorial Planeta, Barcelona 2016