El Estado es, para
Fukuyama, la mejor institución que han sido capaces de darse a sí mismas las sociedades humanas. Es un éxito evolutivo que permite superar el mínimo común denominador de las sociedades primitivas cuyos miembros, poco numerosos, compartían la misma carga genética. De ese larguísimo ciclo evolutivo habitado por cazadores y recolectores data una pauta de comportamiento que se ha tornado ingénita: la tendencia a traspasar a los descendientes inmediatos las ventajas reproductivas de sus progenitores y a excluir de ellas a los demás.
Llegado a los Estados modernos,
Fukuyama rinde honores, con reservas, a la teoría de la modernización. La posición modernizadora fuerte mantiene que todas las sociedades han llegado o llegarán a un último estadio de bienestar por el mismo camino: las etapas del desarrollo de Rostow. A la larga, todas se verán impulsadas a convertirse en sociedades abiertas y democráticas.
Fukuyama muestra un gran escepticismo ante esa versión fuerte. La historia no se reduce a un proceso lineal:
economía/tecnología → urbanización/expansión educativa → democracia/libertades. Los cambios políticos responden a factores independientes entre sí y, de hecho, su secuencia en las sociedades modernas ha sido errática. Esa diacronía impredecible hace difícil explicar el devenir de la política moderna, pero eso no empece la necesidad de un esquema sincrónico y etiológicamente diversificado. La solución de
Fukuyama evoca a Legolandia. En esos parques temáticos, el entorno arquitectónico está construido con piezas paralelepipédicas similares a las del juego epónimo, pero los visitantes pueden cambiarlas a su gusto, aunque con moderación. La variedad del orden político en las sociedades modernas refleja, piensa
Fukuyama, una similar combinatoria variable de las piezas institucionales básicas.
El Estado no es una mera institución mediadora de conflictos entre particulares, tal como quieren los teóricos contractualistas. Es mucho más: el punto en que la voluntad individual se reconcilia con la Razón universal. La voluntad general que se encarna en el Estado hace real la libertad del individuo cuando éste obedece las leyes. Cuando mi libertad subjetiva se allana a la voluntad general no hago más que obedecerme a mí mismo. Libertad y necesidad muestran, por fin, su recóndita armonía. ¿Y si de mi peripecia particular surge un conflicto insoluble?
Hegel no ampara a Antígona sobre Creonte. ¿Cómo sería posible si el rey tebano representa una Razón superior a la de la muchacha?
Julio Aramberri,
Las historias de Fukuyama, Revista de Libros 17/05/2017
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