Es cierto que el mundo político es un mundo de síntomas y no de razones. Es cierto que la verdad no puede surgir más que del juego de los mentirosos. Para los que no somos dioses, la verdad no desciende los cielos, ni tampoco puede emanar de los expertos o los especialistas, pues, en política, no los hay. La verdad tiene que abrirse camino en “ese espacio vacío al que los hombres acuden a engañarse unos a otros bajo juramento”. Tiene que gestarse en la plaza pública. Ahora bien, todo el pensamiento político de la Ilustración consistió en idear juegos institucionales que facilitaran el alumbramiento de la verdad en el ágora. Todo el entramado de poderes y contrapoderes persigue anular unas mentiras con otras, unos síntomas con otros, unos intereses con otros, de tal modo que se genere algo de silencio y como decía
Voltaire, algo de “tranquilidad republicana”. Se trata de que las instituciones tiendan trampas al griterío de la ciudad, con la pretensión de que anulando unos gritos con otros, en algún momento, sea posible la calma necesaria para que hable la voluntad general. Todo el sistema de la separación de poderes es un artilugio increíble para conseguir producir vacío, para dejar vacío el lugar de la Ley y conseguir, así, “que gobiernen las leyes y no los hombres”, según la expresión jacobina que define lo que solemos llamar “el imperio de la Ley” o el “estado de derecho”. Al impedir al legislador gobernar y juzgar, al gobernante juzgar y legislar, al juez legislar y, por supuesto, gobernar, se logra generar, entre los mortales, una especie de imitación de la divinidad: el lugar de la ley queda vacío y la ley queda así por encima de los hombres y de su juego democrático. Es verdad que los hombres y la democracia pueden cambiar la ley, pero, en un “estado de derecho”, tienen que hacerlo con arreglo a la ley. Y eso introduce un distanciamiento del pueblo consigo mismo, un distanciamiento que le obliga, podríamos decir, a pensárselo dos veces, o, en fin, a razonar. (...)
La confianza de la Ilustración es haber dado con un entramado institucional que no se limita a contraponer unos conglomerados de poder con otros, sino que, más bien, logra (por imperfectamente que sea) anular unos poderes con otros, con la esperanza de que, de soslayo, se pueda otorgar a la razón alguna suerte de poder. Para ello es preciso generar un espacio vacío para la libertad. Lo normal antropológicamente es pertenecer a las instituciones tribales, culturales e históricas. Pero la pretensión de la Ilustración es poner al ser humano más allá de lo normal antropológicamente hablando, en un más allá de sí mismo, al que se llama, precisamente, libertad. Por eso, la lógica institucional de la Ilustración no genera pertenencia, sino más bien, derecho a no pertenecer. El ser humano tiene “todos los derechos y libertades proclamados en estas Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Este artículo de la Declaración de derechos humanos (1948), sitúa desde el principio al ser humano en una anterioridad respecto de cualquier pertenencia tribal, cultural, histórica o social. Y es ahí precisamente donde se pretende instalar el principio motor del Derecho.
Carlos Fernández Liria,
En defensa del populismo, Rebelión 27/05/2017
[rebelion.org]