El odio es negro y el negro combina con todo. «De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a los demás y vanagloriarnos de sus defectos». La frase procede de
The Pleasure of Hating, el ensayo que el inglés
William Hazlitt publicó en 1826. Se trata de un delicioso alegato a favor de la figura del hater no apto para quienes se rigen por las categorías absolutas del bien y del mal; el odio como un ejercicio estético sobre el que conviene reflexionar, pues no estamos a salvo ni del propio ni del ajeno. Hazlitt venía a decir que cuando el sabueso despierta y comienza la cacería, el corazón jadea y saliva ante el retorno a sus primitivos impulsos, aquellos que escapan del contrato social que apaciguó el descontrol de los hombres. El odio produce un gozo intelectual: nos permite acurrucarnos en los brazos de la hostilidad —un principio del que el ser humano no puede desprenderse— pero sin recurrir a la violencia bruta y ordinaria. La inquina es un divertimento refinado, es la barbarie erudita. Y sí, tiene una función social: el valor de la bilis actúa como formol, nada nos conserva mejor que la misantropía. «No estás muerto cuando dejas de amar, sino de odiar», decía
Emil Cioran.
Noemí López Trujillo,
El placer de odiar, jot down 16/05/2017
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