Resulta obvio, desde luego, que quien cuestiona que los hechos constituyan la instancia ante la que dirimir en último término las discrepancias teóricas en cierto modo se está blindando contra la refutación de sus planteamientos, buscando un refugio seguro a salvo de la crítica. Pero si al reconocimiento del error se accede o bien a través de la contrastación empírica o bien a través de los argumentos del otro, de nuevo tampoco parece que estén en las mejores condiciones de escandalizarse ante los defensores de la posverdad quienes con tanta ligereza le hacen ascos al diálogo con el argumento de que a fin de cuentas todo son relaciones de poder y prefieren, cuando de debatir en público sus ideas se trata, el schmittismo-leninismo.
Y qué decir, en fin, de quienes hasta ayer mismo ponían el acento en la importancia de las emociones también en el espacio público, convirtiendo a quien recelara de semejante actitud en antipático defensor de la fría racionalidad ilustrada. Para ellos lo importante no era cargarse de razones sino, por así decirlo, cargarse de emociones, acaso porque, en tiempos de incertidumbre generalizada, de pocas cosas creen estar más seguros que de sus propios sentimientos. En el fondo, su ideal era, por servirnos del planteamiento de
Christian Salmon (
Storytelling: La máquina de fabricar historias y formatear las mentes), sustituir el viejo concepto de opinión pública por el de emoción pública.
Manuel Cruz,
Crítica de la razón chunga, El País 24/06/2017
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