La atracción por la independencia de Cataluña no obedece solo al
impulso nacionalista por dotarse de un Estado propio. La socióloga
Marina Subirats nos lo explicó bien cuando asociaba su expansión en medio de la crisis económica a una "utopía de repuesto" una vez enterradas las ensoñaciones de la revolución social tradicional. El buque llamado España se iba a pique y la creación de un nuevo Estado ofrecía a los catalanes la posibilidad de echar al mar su propio bote salvavidas y seguir a flote; por sí mismos podrían llegar a buen puerto. "Primero seamos independientes y luego ya veremos". Ahora no tocan las disputas. Los conflictos se aplazarían a otra ocasión.
Con el paso de los años y dejado atrás lo peor de la crisis, esta utopía ha ido desembocando en el imaginario social catalán en algo que recuerda a eso que
H. Arendt veía como propio de los procesos revolucionarios, el proporcionar un "nuevo comienzo". Libres del lastre español, el Estado catalán podía fungir como la cristalización de cualquier sueño de transformación social. Para la CUP y sectores de ERC y Podem, el acceso a una verdadera democracia popular y asamblearia; para las feministas, el fin del odiado patriarcado; para los empresarios y sus economistas de cabecera, la ideal reorganización de su supuestamente coartado potencial productivo; para los inmigrantes, su reconocimiento pleno como ciudadanos; las élites podrían distribuirse ministerios y embajadas auténticas; etc. Este es el sentido en el que es una utopía comodín, cada cual puede hacérsela suya trasladándole los rasgos de su particular modelo de sociedad o sus aspiraciones frustradas.
Fernando Vallespín, La utopía comodín, El País 15/09/2017
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