El populismo es una estrategia de seducción elitista. Un proyecto político que actúa sobre la estructura emocional de la democracia al calentar y manipular las adherencias que conectan al pueblo con la institucionalidad que lo representa. El objetivo es que el reverso inconsciente de la democracia haga bullir su estabilidad. Que sustituya la fría racionalidad formal de legitimación que hace posible que todos, más allá de nuestras diferencias, constituyamos un “nosotros” en el que cada uno se reconozca como parte del mismo pueblo soberano. La sospecha de que unos trabajan contra otros, de que existen mecanismos de hegemonía de clase que ocultan una relación dialéctica que sustenta la sociedad en una disputa entre amigos y enemigos, es uno de los resortes que activa sutilmente. En esta tarea, el populismo identifica un “horizonte de oportunidad” que, como ha sucedido con la crisis, haga posible un desencuentro dentro de la sociedad que rompa la unidad simbólica del pueblo y que no dude en favorecer su dislocación y división. De este modo se busca provocar finalmente un reseteo revolucionario del poder mediante, en palabras de
Laclau, “una
plebs que reclame ser el único
populus legítimo —es decir, una parcialidad que quiere funcionar como la totalidad de la comunidad—”. Para lograrlo es fundamental, como veía
Gramsci, una especie de guerra de posiciones que, prolongada y gobernada por la planificación de intelectuales orgánicos, proyecte una voluntad de cambio que altere finalmente las reglas de juego democráticas. ¿Cómo? Vulnerándolas a partir de una inteligencia que sustituya el boxeo de masas revolucionario por el ajedrez guerrillero de acciones culturales y relatos políticos que alteren las mentalidades hasta hacer posible la ruptura de la unidad del pueblo.
José María Lassalle,
De reversos y calenturas de la democracia, El País 15/09/2017
[https:]] Vegeu article de
José Ángel Mañas,
En el ojo del huracán: populistas frente a liberales [https:]]