Ya me perdonarás, Sandra, la perogrullada, pero no veo del todo clara tu contraposición entre “libertad” y “violencia” o entre “violencia” y “ley”. Yo no aplaudo la violencia, ni siquiera cuando es la violencia de la ley. No me habrás visto nunca en algaradas a las puertas de los tribunales o de los Parlamentos para ejercer presión sobre jueces y diputados, y menos aún en manifestaciones para pedir el encarcelamiento de alguien. Pero, como ciudadano, no podría vivir en paz si no distinguiera muy claramente entre la violencia de la ley (la violencia legal, o sea legítima, la que se hace para garantizar el cumplimiento de la ley o para reprimir su infracción) y la violencia contra la ley, que solemos llamar delito. De este decimos, en los Estados de derecho, que no es (solamente) una afrenta que un ciudadano le hace a otro —pues en tal caso se solucionaría como se soluciona en donde no hay Estado de derecho, a saber, a mamporros o a balazos, resultando casi siempre ganador en la contienda el que tiene el hacha más grande—, sino una falta cometida contra la sociedad entera, en la medida en que es ella quien ha decidido darse a sí misma esa ley y someterse a ella, con todos los sacrificios que esto exige en muchas ocasiones. La ley es un límite, pero, ¿un límite de qué? Obviamente, de la libertad. ¿Y por qué somos los ciudadanos tan cafres que aceptamos que se pongan límites a nuestras libertades, es más, que aceptamos ponérnoslos nosotros mismos (a través de los legisladores que nos representan y de los jueces que sentencian de acuerdo con las leyes proclamadas por nuestros representantes políticos)? No porque seamos criaturas dóciles y miedosas, no por nada parecido a un instinto vil de “servidumbre voluntaria”, sino porque entendemos que esa limitación de la libertad de cada ciudadano es imprescindible para garantizar la libertad de todos y cada uno de los demás ciudadanos. Es decir, que la ley es un límite, pero no sólo en el sentido (moderno) negativo de la expresión, sino también en el sentido antiguo de “aquello a partir de donde algo comienza a ser posible”. La limitación (legal) de la libertad (natural) de cada uno es la condición para la realización de la libertad de todos, puesto que una libertad ilimitada sólo podría ser libertad de uno (o, como mucho, de algunos que tuvieran la confianza de ese uno). Eso es lo que hace de la ley una limitación legítima (aceptable para todos los que se someten a ella), y eso es lo que hace de la violencia que garantiza su cumplimiento o de la coacción que amenaza a sus infractores una violencia legítima, o sea legal, aunque formalmente digamos que la violencia legítima es aquella que ejercen las instancias a las que legalmente se atribuye su monopolio, que es como reconocer que no hay ley sin hacha y que ningún hacha puede ser más grande que la de la ley. El Derecho siempre lleva aparejada al menos la amenaza de violencia para quien no lo cumple. Lo otro —cumplir una ley sin coacción alguna, sólo porque es la ley— ya no es derecho sino más bien moral, y no es de moral (creo) sino de política de lo que estamos aquí discutiendo. Y la política consiste en ejercer el poder en los cauces del derecho. “¡Pero qué imagen!”, me dices. Sí, la imagen es horrorosa. Nadie dijo que el Estado de derecho fuera el Estado de los compiyoguis. Lo que pasa es que todo esto de lo que me hablas era una operación de imagen. No es que, como me dices, “ellos” hayan ganado la batalla de la imagen. Es que esa es la única batalla en la que “ellos” peleaban. Esta otra, de la que te hablo, no sé, la verdad, si le interesa a alguien más que a ti y a mí. Un abrazo,
José Luis Pardo,
correspondencias, Facebbok 02/10/2017