En la democracia, el poder está en todas partes y en ningún sitio, en el sentido de que no pertenece propiamente a nadie, ni siquiera a los que lo ejercen. Las
democracias tienen procedimientos para que nadie ocupe ese lugar, para someterlo a la confirmación popular o revocarlo. Para que el poder sea democrático no puede ser monopolizado ni estabilizado para siempre, ni capturado por nadie. El poder es un lugar de tránsito, inestable: se ejerce pero no se detenta, y generalmente esto ocurre de manera acordada, limitada y compartida.Debemos a
Claude Lefort la mejor explicación, en mi opinión, de este estado de hechos cuando definía el poder en una democracia como un lugar vacío.
El poder no pertenece a nadie; es un lugar ocupado solo provisionalmente. De este modo,
Lefort está poniendo al conflicto —la diversidad de opiniones, la ausencia de un saber incontestable, los poderes que se neutralizan mutuamente, la falta de una garantía absoluta…— en el centro de nuestras sociedades.
El Homo democraticus está en un entorno de incertidumbre que, lejos de responder a una ausencia o vacío de sentido, está ligada a su pluralización: elecciones contradictorias que no se le imponen con absoluta evidencia, rodeado por regímenes de vida diferentes, pertenencias múltiples, alternativas posibles, crítica y contestación.
Daniel Innerarity,
¿Quién manda aquí?, El País 09/11/2017
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