Sobre todo, la revolución bolchevique nos pone ante los ojos un sueño que se convierte en pesadilla: el sueño de comenzar el mundo desde cero. Es decir, de construir
ex novo una sociedad justa con arreglo a un plan racional cuyo objetivo final es la desaparición de la desigualdad y de la propia conflictividad política. ¡No hay quien dé más! También eso nos seduce de la revolución norteamericana, que, sin embargo, no desempeñó ningún papel conocido en los planes del bolchevismo. Si sus líderes tuvieron presente un precedente, fue el de la Revolución Francesa; una revolución cuyo desenvolvimiento se parece mucho más al ruso, Terror incluido, con la única salvedad de que no se alcanza a discernir a quién podríamos atribuir el papel de Napoleón. Para
Hannah Arendt, el rasgo común a las revoluciones francesa y rusa está en el protagonismo que posee en ambas la cuestión
social, frente a una revolución norteamericana que podría prescindir de ella y dedicarse enteramente a la cuestión
política gracias a la abundancia material de sus territorios. Irónicamente, esa misma experiencia colonial habría sido clave en la gestación de todas las revoluciones modernas, al haber enseñado a los seres humanos que la pobreza no es inherente a la condición humana y es posible rebelarse contra ella.
Manuel Arias Maldonado,
El discreto encanto de la ideología: comunismo y revolución, un siglo después (I), Letras Libres 08/11/2017
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