De todo lo anterior se infiere que no hay justificación para renunciar a la comprensión de nuestras emociones; y que, como en el caso de las opiniones, tampoco hay por qué no exigir las razones de ellas, sobre todo teniendo en cuenta su gran poder motivador al ser fuerzas impulsoras de acciones que pueden tener importantes consecuencias no únicamente para los que las sienten. Téngase en consideración que los sentimientos y los sistemas de creencias se hallan intrínsecamente vinculados por un bucle psíquico de retroalimentación; que la situación real que puede suscitar un determinado afecto se puede ver impregnada ella misma de emotividad desde las creencias en las que el sujeto está. En el sentimiento, como en la opinión puede anidar el error. El fenómeno psíquico de la
disonancia cognitiva, señalado por primera vez en 1957 por
Leon Festinger, conlleva el reconocimiento de la fuerza del susodicho bucle, así como la existencia del componente afectivo de las actitudes, que tienen su sustento en un sistema de creencias. Uno puede tomar conciencia de que se equivoca sintiendo lo que siente; experiencia clave para una plena vivencia de la propia libertad.
No hieras mis sentimientos puede equivaler a no te metas con mis creencias. Entonces proteger institucionalmente determinados sentimientos no es sino proteger determinadas creencias. Cuando se condena –pudiendo llegar incluso a la sentencia judicial– a alguien por expresiones más o menos artísticas y/o humorísticas respecto de símbolos religiosos (desde las caricaturas de Charlie Hebdo, pasando por el
montaje fotográfico del joven de Jaén hasta las
vírgenes de una drag queen carnavalesca) por considerar que se hiere determinados sentimientos se incurre en discriminación hacia otros; por ejemplo, los de miles de ciudadanos a los que la administración niega permisos y colaboración para hallar los restos de sus familiares asesinados a causa de la brutal y sistemática represión franquista. Diríase, entonces que, de modo escasamente razonable, se institucionaliza una categoría de sentimientos que es lícito herir, mientras que otros no. Los primeros serían parte de lo sagrado. Lo sagrado se delimita mediante las creencias perlocutivas, es decir, aquellas cuyos efectos sobre la realidad provienen del simple hecho de ser proclamadas o negadas (algo es pecado cuando la instancia competente afirma que lo es: integrismo perlocutivo); su territorio se reconoce porque en él está proscrito hacer chistes, pues lo sacro –que no se reduce a lo religioso– es intocable, no se deja sobar por el examen crítico. ¿Y acaso no es el humor uno de los modos de expresión de la inteligencia emocional a cuyo través puede la razón conmover y tornar pensables los afectos?
Terreno, en fin, ricamente abonado para el fanatismo es lo sagrado. Sentimiento que emponzoña el alma y enturbia el juicio de realidad, único cauce a nuestra disposición a través del cual podemos tomar decisiones sensatas. Por nuestros afectos podemos ser manipulados sin ser conscientes de ello. Se precisa de la crítica de los sentimientos –aunque en ocasiones conlleve herirlos sin remedio– si se desea salvaguardar la propia libertad, que exige el conocimiento de los hilos internos que accionan los resortes de nuestro espíritu.
José María Agüera Lorente,
No hieras mis sentimientos (¡son criticables los afectos!), Filosofía en la red 11/03/2018
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